El rescate. Azar.
Joseph Conrad
Montesinos
Traducciones de David González, Denise Despeyroux y María
Teresa Ortega
Barcelona, 2008
361 y 393 páginas
El océano moral en la mirada de Conrad
“El sueño tras el esfuerzo, tras
la tormenta el puerto, el reposo tras la guerra, tras la vida harto complace la
muerte”. Estos son los versos de Spenser que la familia de Conrad mandó
cincelar en su lápida, unos versos que pretenden reflejar el orden de sus
impulsos vitales, aquellos que comenzaron en su infancia, al colocar un dedo
índice sobre el punto más exótico posible del mapa mientras pensaba: “Un día
iré allí”. Hasta que a los diecisiete años toda su memoria se borró y, una vez
virgen, comenzó a rellenarse de mar. Adoptó como patria a los tifones y las
calmadas preñadas de malaria, a los puertos con ruido de papagayos y a los
tripulantes cuya fisonomía era una declaración ética. El mar, incluido el
contrabando de ron y de armas, lo transformó en un hombre libre. Hasta que
acosado por la enfermedad se casó, decidió apoyar su melancolía en un bastón y
cuidar su barba con esmero cartesiano. Entonces se hizo caballero, y como tal
escribió sus mejores obras a contracorriente de un inglés aprendido, adoptado,
cuyas normas acataba con genuflexiones.
¿Por qué es Conrad el mejor
escritor de la historia? Tal vez porque un escritor se mide frente al mar,
frente a la épica, frente, por qué no decirlo, a la aventura y a los misterios
profundos del alma humana, de los cuales la psicología apenas es la superficie.
Tal vez porque en su obra exista una declaración de principios vinculada a la
conquista del honor de los hombres, representada, en este caso, por la que él
consideraba la más alta de las virtudes: la lealtad.
La prueba de fuego es afrontar
alguna de sus obras consideradas tradicionalmente, y con cierto margen de
error, como de un calado menos hondo, por la simple razón de que apenas nada en
la historia se puede igualar a Lord Jim, a
El corazón en las tinieblas o a La línea de sombra. Entre las supuestas
obras de segunda fila se encuentran estas que ahora recupera Montesinos, Azar, que reedita después de cinco años,
y El rescate, de la cual solo existía
una edición, publicada en el año 2000 por Pre-textos,
bajo el título de Salvamento, en una excelente
traducción de Miguel Martínez-Lage. Si hacemos énfasis en la traducción es por
las dificultades que implica trasladar su inglés, un lenguaje tan personal, tan
denso, en ocasiones un enmarañado escollo barroco, pero de una sutileza
radical, entendiendo por radical lo que atañe a la raíz, que si bien requiere
una inmersión mayor en la lectura, uno tiene la impresión de salir mejorado, un
tanto más sabio, después de dejarse llevar. Basta contrastar su obra con la de dos
de sus contemporáneos de aventura, Stevenson y Kipling, dos monstruos dotados
de un lenguaje transparente, dúctil, que fluye con una facilidad pasmosa, para
darse cuenta de a qué nos referimos. Pese a la dificultad, en las versiones que
nos presenta Montesinos, bien dignas, Conrad sigue triunfando, sigue
emocionándonos, al igual que nos seguiríamos emocionando frente a la más tosca
representación de Hamlet o de La
Gaviota.
Si estamos, en definitiva, ante
lo que podríamos considerar dos novelas de amor, no es porque el amor –el amor
pasional, ese que sucede entre hombre y mujer- esté ausente en el resto de su
obra, si no porque se trata de la sustancia con que construye la trama. Esta
presencia tan definitiva ya la podíamos encontrar en obras de corto aliento,
como la poderosísima Gaspar Ruiz, donde
es el detonante de un heroísmo que cae en la locura, o el refinado relato El hacendado de Malata, oportunamente
recuperado por la editorial El Olivo Azul
en el volumen Entre mareas. De las
dos que aquí nos reúnen, la que se ha calificado como menos “conradiana” es Azar, dada esa catalogación como novela
de amor, esa ausencia de aventura identificada con el viaje, y por estar
protagonizada por un personaje femenino. Y, sin embargo, al volver a leerla uno
cae en la cuenta de que existe cierto paralelismo entre esta obra y Lord Jim, de la cual Azar no sale tan mal parado.
Nos encontramos, en primer lugar,
con el mismo narrador, con ese Marlow a quien la soledad y el silencio de la
navegación le ha dotado de un insólito carácter reflexivo, de una locuacidad
vehemente, de una enérgica habilidad para transmitir “su juvenil y
desesperanzada extrañeza al no encontrar su lugar bajo el sol ni el
reconocimiento de su derecho a la vida”. Por otra parte, está de nuevo esa
explosiva combinación de espíritu romántico y existencialismo, cuyo detonante
es una sorprendente decisión en la vida del protagonista, algo que le llevará a
descubrir el infierno de la conciencia y que, en esta ocasión, es la debilidad
en el momento de someterse a un suicidio muy estético, contemplando el mar,
frustrado por el azar, por la presencia de un perro estúpido pero vital. A esto
cabe añadir esa división de la novela en dos partes, la primera centrada en la
conciencia de la protagonista, en su tormenta interior, interpretada a partir
de los testimonios de conocidos comunes, y la segunda más centrada en la
acción, en la toma de decisiones y puesta en marcha de movimientos que
precipiten una solución final que, en este caso, será un final feliz. Ahora
bien, si en Lord Jim la primera parte
era mucho más contundente, poseía la pegada de un campeón de los pesos pesados,
en Azar no es hasta que llegamos a la
segunda, con la intervención de los sentimientos de otros personajes, tan
ambivalentes como la aplastante bondad de un marido melancólico o los
siniestros celos de amor filial de un padre resentido, cuando el interés se
agiganta. Y es que da la impresión de que no le faltaban argumentos a quien
criticó ciertos excesos de los que Conrad se defiende en el prólogo. La
historia es muy menuda, y en manos de Maupassant habría dado para un
maravilloso cuento de quince páginas; en las de Conrad pasa de las manos a la
voz, una voz más de Marlow que nunca, una voz que se impone sobre los
personajes en las primeras tres cuartas partes de la obra, con ímpetu, con la
improvisación de un narrador oral que se permite alterar el orden cronológico,
sustituir el vaivén geográfico por el temporal; algo que puede tener lugar
porque Flora De Barral, el personaje que vertebra la historia, es una
protagonista pasiva de lo que sucede en su propia vida, apenas tiene derecho a
decidir, a manipular su destino, a interferir en el azar. Con frecuencia da la
impresión de que Conrad, o Marlow, ese tipo con la maldita costumbre de
interpretar todo, debate con morosidad sobre la moral y el sentimiento, va mascullando
impresiones sobre el alma humana, las de un observador honesto preocupado por
la atmósfera de la vida, hasta que encuentra la salida y, una vez que ve la luz
al final del túnel, sale disparado hacia allá dejándonos con el mejor sabor de
boca, pues en una situación tan incómoda como excepcional, Conrad siempre
encuentra un personaje admirable.
De distinto perfil es El rescate, donde este héroe admirable
sí es un aventurero, el capitán Lingard, que ve su existencia alterada por algo
tan novedoso en la obra de Conrad como un personaje femenino muy seductor,
Edith Travers, con quien llega a compartir momentos cargados de un potencial
erótico tan elípticos como intensos. Aquí de nuevo encuentra en los trópicos el
ambiente para proceder a su particular exploración del mal, representado en el
conflicto entre amores ilícitos, devociones, objetivos honorables y deberes de
clase, que sucede, en buena medida, dentro de un personaje que se nos presenta
como un hidalgo de los mares, un capitán aferrado al ideal de la caballería.
Escrita con más templanza que Azar, El
rescate, una obra puramente narrativa, es una novela con una trama que se
enreda porque cada contendiente juega su propia partida de ajedrez, un relato en
el que el potencial de lo que va a acontecer carga la atmósfera, pues se
presiente la tormenta donde es imposible hallar pistas que la vaticinen: el
cielo estrellado, el mar en calma, sin brisa, el inquietante silencio, la
ausencia de certezas.
¿Por qué es Conrad el mejor
escritor de la historia? Posiblemente porque en toda su obra no exista una sola
página absurda, una sola frase necia o trivial.
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