La de dolores de cabeza que me trajo en su momento el publicar esta reseña. Lo curioso es que, una vez expuse mi opinión en 'Lateral', otros muchos se sumaron a ella. Contra viento y marea, sigo queriendo, y mucho, a Belén Gopegui. Esta confianza se acrecentó en obras posteriores, como compartiendo el deseo de ser punk.
El lado frío de la almohada
Belén Gopegui
Anagrama
Barcelona,
2004
236
páginas
15
euros
Para mantener el calor de los sueños
Creo recordar que fue Octavio Paz quien ante las imágenes
del derribo del muro de Berlín exclamó: “Han caído algunas respuestas; quedan
en pie las preguntas”. Seguro que Belén
Gopegui tendría algo serio que responder ante una sentencia que busca contentar
tanto a los que creen que es lícito esgrimir el término democracia con el afán
de los cruzados invocando a Dios, como a los que no han desesperado en la lucha
por la justicia que sembró la filosofía de Marx. Y lo más digno de admiración
en Gopegui es que alguien de su contundencia intelectual y su habilidad para la
observación de los conflictos personales y mundiales, sea capaz de darse tiempo
para reflexionar y exponer, cuando tantos otros en su lugar se arrojarían al
cuello de aquellos que los descalifican acusándoles de defender el fracaso. Y
lo consigue sin llamar a nadie a engaño, lejos de la bonhomía y de la caridad,
pero sin abandonar la ternura; ahí están, para demostrarlo, las reflexiones que
pone en boca de un personaje acerca de la tristeza que le producen los que
acusan a la globalización de un reparto desigual de la riqueza y piden que los
poderosos entreguen parte de su dinero a los necesitados. Al mismo tiempo,
Gopegui enfrenta sus razones ideológicas a una voz lírica (recuperando un poco
la compostura del narrador de su primera novela) que razona sobre las pulsiones
de su vida y la conciencia de su fracaso, recurriendo a unas cartas que llegan
a la novela desde el otro lado de la tumba.
Gopegui hace una exhibición de honradez ideológica
sin echarnos a la cara fundamentos fáciles, eludiendo los datos con que se
argumentan los logros sociales del gobierno cubano, como los referidos al
desarrollo sanitario y a la alfabetización. Incluso se niega a mirar al futuro,
y no otorga más victoria al caballo por el que apuesta que la posibilidad de
que los servicios de inteligencia cubanos engañen –es decir, sean más
inteligentes que- a los de Estados Unidos. El único augurio entrevisto es la
inevitable pérdida del sueño que fue Cuba bajo la presión del capital que entra
a través del turismo. El punto de vista político de Gopegui puede ser
discutible, incluso aplastado, con frecuencia, bajo bloques de lugares comunes
por la razón que explica Belén:
“-Las tiendas, vacías o llenas, están a la vista.
Pero los que sufren se esconden.”
¿Le reprocharemos a Belén Gopegui que desconoce gran
parte de la realidad cubana y bla, bla, bla? Creo que no procede por un motivo
sencillo: esto es una novela cuya acción tiene lugar en un terreno casi
neutral, Madrid, que funciona según el sistema económico neoliberal. Si la
autora hubiera pretendido hablar sobre la realidad cubana, no podría haber
elegido un escenario menos apropiado: no resulta posible leer tal cosa actuando
los personajes sobre las calles de Madrid porque ni siquiera es un lugar
opuesto al que le interesa: al fin y al cabo, sus habitantes comparten el
idioma con los de Cuba, y es precisamente con el lenguaje con lo que se
construye una novela.
Lo primero que se cuenta es que algo huele a
prodrido en Madrid: un accidente que encierra un asesinato que encerrará algo
más de lo que resulta difícil sospechar a no ser por el carácter melancólico de
la protagonista, Laura Bahía. De ella sabemos que tiene veintiocho años, que
utiliza su energía para luchar por cambiar el mundo con un idealismo romántico,
y que en su pasión amorosa por un hombre maduro se compagina el fuego carnal y
la búsqueda de la calidez de otra piel. El otro actor es un estadounidense maduro,
espía de espíritu práctico que rehúye toda ideología, que se limita a trabajar
para los que le pagan (un país reducido a un grupo de corporaciones pisando
fuerte), que se enamora de una mujer más joven como un profesor se enamora de
una alumna, y que es tan conservador que no aspira sino a conservar la que
considera que es su última adquisición: Laura. A grandes trazos, así es como
cabe describir a los personajes. ¿Le reprocharemos a Gopegui el no haber sabido
dar unas dimensiones menos comunes a estos personajes? Esta vez sí cabe hacerle
el reproche, porque ya sí entramos en lo puramente novelístico. Cualquiera sabe
que esa relación sólo puede ser incómoda. Para sortear el riesgo de que el
lector caiga en el tedio, Gopegui recurre a uno de sus puntos fuertes: las
maniobras con las distancias entre las personas, la catalogación y descripción
de los espacios y contactos entre amigos o amantes. En otras ocasiones se deja
llevar por lo más evidente en una novela de espías, como la muerte en el portal
o la conversación en lo oscuro que sostienen dos espías. A una escritora tan
creativa como para imaginar la novela Tocarnos
la cara, cabe exigirle más personalidad.
Al tiempo que se narra la historia de amor
supuestamente desesperada, se va desplegando, aquí y allá, la trama de una
intriga, como si no diera mucho de sí y se hubiera decidido reservar la emoción
para las cincuenta últimas páginas. Ni la historia de amor ni la trama de
intriga consiguen que el lector despegue de su asiento. Algo no parece estar
trabajado con el rigor con que Gopegui construyó y escribió La conquista del aire, su novela más
compacta. El interés prestado a lo político obvia el formato narrativo que debe
tener la novela. Algunos pasajes parecen estar redactados sin la atención
debida, como ciertas transiciones en que el personaje está aquí y de pronto
está allí, como si en una película un paso del tiempo que requiere un
encadenado estuviera resuelto con un cambio de plano. Otros defectos de la
prosa nos hacen pensar que al texto no le hubiera venido mal una revisión. Odio
tener que apuntar estas cosas, pero encuentro que una frase como “rompieron el
hielo muy despacio, como si sólo tuvieran para romperlo cosas romas, caramelos,
bufandas, gomas de borrar” (p.33), aturde nuestro entendimiento si tenemos en
cuenta que ni siquiera metafóricamente se puede romper el hielo con una
bufanda, y que esta ruptura es también una metáfora; me resulta complicado
entender qué lleva a la asociación “El whisky era la melancolía, pensó Laura,
como salir a la calle y saber que no la habían seguido”(p.35); ante el
enunciado “Arrieta unió en un segundo la mirada al espejo derecho y a Hull”
(p.79), el lector recurre a reconstruirla para descifrarla; en esa misma página
la palabra esperabilidad es un bache
en la fluidez de la prosa, como algunas rimas involuntarias, cacofónicas, y un
puñado más de errores que se pueden censurar en una escritora de la que
conocemos sus virtudes manejando formas literarias. Aunque estos tropezones no
son fundamentales en la sustancia de la novela, no dejan de estorbar. Puede que
hubiera merecido la pena esperar un par de meses antes de presentar una novela
en la que la textura nos impide saborear su consistencia. Para cerciorarse
acaso merezca la pena volver a leer la novela de Belén. Claro que quizá merezca
más la pena volver a leer alguna de sus excelentes obras anteriores.
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