Diarios del Sáhara
Sanmao
Traducción de Irene Tor Carroggio
Rata Books
Barcelona, 2016
447 páginas
PRÓLOGO
De Gabi Martínez
«¿Por qué nadie la ha publicado en Occidente?», preguntó la editora.
Y los demás se encogieron de hombros. Le habían dicho que Sanmao
era un símbolo, un baluarte de rebeldía y libertad que seguía inspirando
a millones de asiáticos. Le contaron que su vida es una leyenda.
Que alcanzó la felicidad en el Sáhara y las Islas Canarias amando a
un robusto andaluz. Que sus libros cautivaban porque decían verdades
con simplicidad, que es la mejor forma de decir una verdad. Y
entonces, le mostraron una foto.
En la imagen, Sanmao viste una túnica que el viento le ciñe a los
muslos mientras aparta con la mano un mechón de su largo y liso cabello
negro. Alza la barbilla perdiendo la mirada con ese ensueño cada
vez más exclusivo de las fotos antiguas, porque en el siglo xx la gente
aún soñaba así. A la editora le atrajo la sensual esbeltez del movimiento
y aquel rostro de una sobriedad expectante tocado por la melancolía.
Un rostro con tanto significado que Iolanda quiso saber aún más.
Por entonces, la editora Iolanda Batallé perfilaba los contenidos de
una nueva editorial centrada en la literatura más exigente e iba en
busca de autores obligados a escribir «desde el corazón, las tripas, la
necesidad». Los cientos de miles de títulos que abarrotan las librerías
de todo el mundo pueden sugerir que no quedan perlas semejantes
por publicar, pero como Batallé sabe que esa percepción es un en-
gaño, perseveró en un proyecto que, eso sí, pondría a prueba su paciencia
y sus intuiciones. Transcurrieron varios meses sin manuscritos
convincentes. Leyendo. Indagando. Leyendo. Recabando opiniones
de grandes lectores, a menudo políglotas. Hasta que un día le atrajeron
los comentarios sobre una escritora taiwanesa. No localizó ninguno
de sus libros traducido a una lengua occidental, pero si la obra
de aquella mujer respondía a lo que contaban de ella…
«Buscando a Sanmao», tituló Batallé varios e-mails dirigidos a
personas que al parecer habían traducido al inglés o al español algunos
textos no muy largos de la autora. Encontró relatos dispersos, no
siempre bien versionados, pero en los que se intuían una fuerza y un
carácter distintos.
«Solo podría hablar de la libertad real en los lugares más remotos
», leyó Batallé en un relato ubicado en el Sáhara, y la editora retrocedió
hasta sus propios diecisiete años, cuando viajó a Tánger en
busca de un espacio que la iniciara en esas formas de intensidad que
sabía que existían más allá de sus lecturas. Batallé se recordó conociendo
a Paul Bowles hasta el punto de que el autor de El cielo protector
le encargó que gestionara durante un tiempo su extenso botiquín
de mítico escritor anciano.
Batallé, que con solo cruzar un estrecho había revolucionado su
alma, entendió muy bien el impacto que debió experimentar aquella
taiwanesa al aterrizar en el Sáhara junto a un buceador de Jaén. Y
siguió leyendo.
Sanmao no siempre se llamó así. Maoping Chen nació un 26 de marzo
de 1943 en Chongqing, la megalópolis de la China interior. Asuntos de
ideología política salpicaron a su padre, que era abogado, e hicieron
que la familia huyera pronto a Taipéi, la capital de Taiwán. Maoping
Chen tuvo tres hermanos, dos chicos y una chica, y una de las cosas
que decidió enseguida fue que no iba a renunciar a nada por el hecho
de ser mujer. Y que no iba a soportar humillaciones como la de aquel
profesor que, a los diez años de edad, le pintó dos círculos negros en
los ojos delante de todos sus compañeros para castigarla por no atender
en clase. La joven inspiró tan a fondo los liberales aires de Taipéi
que emprendió su propio camino al margen de convenciones sociales
e itinerarios supuestamente adecuados. ¿Un ejemplo? Prefirió no ir a
la universidad y estudiar filosofía por libre.
A la vez, amortizó las posibilidades económicas de su familia
para cruzar el mundo y aterrizar en la casa de un amigo de sus padres,
Yaoming Shu, cocinero oficial de la embajada de Taiwán en Madrid.
Yaoming Shu vivía en un 3.º 3.ª, justo debajo de una familia algo
más que numerosa: los Quero. El séptimo hijo de los ocho que tuvo el
matrimonio Quero se llamaba José María y era un estupendo amigo
de Mauricio y Claudio, los hijos varones del cocinero y de su simpática
esposa italiana. Como José asomaba con frecuencia por la casa
de los vecinos, un día se encontró con una joven que llamaba «tío» a
Yaoming Shu. La chica era bastante mayor que José, luego supo que
ocho años, y quizá también por eso, por la madurez añadida al exotismo
y la belleza, le fascinó.
–Se va a quedar un tiempo en casa –dijo Mauricio, que se la
presentó como Echo Cheng, una buena amiga de la familia–, que no,
no es mi prima, pero llama «tío» a mi padre así en plan familiar.
José respondió «hola» y se enamoró. Tenía 16 años.
Tardaron en mantener conversaciones más o menos fluidas hasta
que Echo aprendió castellano, aunque bastaba con observar un
rato al chico para darse cuenta de lo que sentía. José le contó que se
había comprado una caña para ir a pescar con su hermano César al
río Jarama y al embalse de Santillana pero que en realidad lo suyo era
el mar, donde ya había buceado gracias a los campamentos en Santander,
a los que podía ir casi gratis por ser hijo de un empleado del
Banco Español de Crédito.
A Echo le cayó bien el chaval pero su tiempo en España lo disfrutó
sobre todo en compañía de adultos. De vuelta en Taiwán, intentó
encauzarse socialmente impartiendo clases en la universidad, y
emprendió una relación con un profesor de alemán. Decidieron ca-
sarse, y lo hubieran hecho de no ser porque él murió… la víspera de la
boda. Aturdida por el golpe, y tras intentar suicidarse cortándose las
venas, buscó en Madrid un alejamiento que le permitiera remontar su
vida. Habían pasado seis años desde su anterior visita a España pero
en cuanto José supo que Echo había vuelto, se plantó en el 3.º 3.ª. Por
casualidad, Echo subió al piso de los Quero, José fue a recoger algo
a su habitación, Echo le acompañó y vio que en el cabezal de la cama
había una fotografía suya. Una fotografía de Echo. Al volver a mirar al
chico, vio definitivamente a un hombre.
Él era católico, ella protestante. Él pertenecía a un extracto social
muy alejado de las cultivadas élites de las que provenía Echo. Ella
era asiática; el otro, occidental. Y, sin embargo, se fueron acercando
atraídos sobre todo por el ímpetu de él, que arrastraba a una Echo
todavía consternada y no demasiado convencida de adónde podía
llevarle aquel romance español, pero ganada por el amor fresco y la
espontaneidad impagable de ese hombre al que percibía puro.
Al cumplir el servicio militar en la marina, José se había convertido
en un buzo experto y buscaba el mar en cuanto podía. Ya licenciado del
ejército, empezó a trabajar como submarinista. Y, al aparecer una oferta
de empleo en El Aaiún, la capital saharaui que todavía estaba bajo la
tutela de España, le hizo a Echo la propuesta de su vida.
«Quedamos los tres en una cafetería del barrio –recuerda Carmen
Quero, una de las hermanas que recibía más confidencias de
José–, y me contaron que querían irse a vivir al Sáhara y casarse allí.
“Tu hermano está loco”, dijo Echo, “tus padres no van a querer”. Le
contesté que mis padres no eran racistas y que, en cualquier caso,
esa decisión les incumbía a ellos».
Carmen sostiene que Echo viajó a África por amor: «En China
también hay desiertos para vivir ese tipo de aventura. Pero Echo se
fue al Sáhara. Y se fue con José».
Echo, la conquistadora
La pareja llegó en 1974 a El Aaiún, una ciudad que Echo consideró
triste, fea y muy cara. De todos modos, tenía tiempo por delante. Y
la cotidianidad era tan peculiar y su deseo de compartir tan fuerte,
que se animó a escribir la experiencia. En el Sáhara conoció a niñas
de ocho años desvirgadas por un rito matrimonial que toleraba la
violación sistemática. Y estuvo a punto de ver cómo unas arenas
movedizas se tragaban a José. Pero también inventó menús supuestamente
chinos que los comensales aplaudieron con ingenuidad, o
acudió a una insólita sala de baños en el desierto. Y son estas últimas
situaciones, llamativas, pero al fin y al cabo normales, las que entronizan
a Echo como una escritora distinta. El lado más doméstico
de la aventura se refleja en textos tan sencillos como epifanías en
las que reverbera la chispeante y socarrona relación entre Echo y
José, ese par de purasangres del Territorio Libertad con ideas tan
dispares que a menudo se divertían jugando a contrastarlas. La alianza
de civilizaciones son ellos. Dos individuos lo bastante asilvestrados
para bromear sobre las costumbres del otro asumiendo que esas
rarezas les están, sin embargo, influyendo, modificando, y que los
cambios son para bien. «Gracias, desierto. Me he vuelto una mujer
sencilla y transparente», escribiría Echo a ese Sáhara donde de forma
inesperada fue enterrando una soledad que la asfixiaba desde
la juventud.
Los aspirantes a la diferencia suelen sentirse lógicamente solos,
aún más cuando son jóvenes, y Echo formaba parte de esa estirpe.
Inclinada a sufrir la magnitud de su aislamiento en los sitios más poblados
–venía nada menos que de China–, en la desolación literal
halló gente que se interesaba por ella de un modo lo bastante sincero
como para sentirse acompañada. Es cierto que algunas costumbres
locales se le antojaban entre extravagantes y ridículas, pero sabía que
árabes y españoles interpretaban las suyas igual, y la curiosidad mutua
le brindó el hilo para abandonar su ensimismamiento y ofrecerse
a los demás, empezando por José.
«A veces pienso que José es bobo, y me entristezco un poco»,
escribía Echo un día en el que anhelaba refinamiento, sutilezas y otro
tipo de comprensión. «José se partía de risa. Le encantaba escucharme
decir tonterías», se contestaba luego ella misma, reconociendo las relajantes
virtudes de la bobada, filtrando su desasosiego por el cedazo
de un humor que aportaba alegría fresca. Con él, y allí, la vida se mostraba
fundamental. José recorría cincuenta kilómetros diarios hasta el
mar, buceaba y volvía para dormir con la mujer que amaba y, mientras
tanto, ella había entretenido el día escrutando el alma de las saharauis
a la vez que confeccionaba cojines o cortinas, cocinaba, leía, se sacaba
el carné de conducir y, sobre todo, escribía. Cada vez más.
El exotismo de aquella china ilustrada con domicilio en el Sáhara
hizo que un periódico taiwanés le pidiera una serie de artículos que
serían el origen de este libro que ahora tienes en las manos. En ellos,
Echo cuenta más o menos su día a día convirtiendo aquel particular
choque de civilizaciones en relatos que se mueven entre la travesura
y el peligro, capaz de ser tan naíf como violenta o ambas cosas a la
vez, abrazando las contradicciones con la lúcida plenitud de quien
vive en ellas. Y, de ese modo, conquistó a los lectores.
«No os creeréis el éxito que están teniendo las historias de
Echo», diría José a su familia, aún más orgulloso de su nueva esposa,
a quien por cierto ofreció un cráneo de camello como regalo de unas
nupcias que Echo inmortalizó en su relato «Crónica de la boda». No
fue fácil casarse en el Sáhara, aún menos después de que la normalización
de relaciones entre España y la República Popular China
supusiera el cierre de la embajada taiwanesa en Madrid. Para conseguir
los papeles que validaran el matrimonio, miembros de la familia
Quero instalados en Madrid organizaron una pequeña expedición
hasta la oficina diplomática de Taiwán en Lisboa. Después de enrevesados
trámites y una espera de meses, Echo y José recibieron la
noticia de que podían casarse… al día siguiente. Esa noche, fueron al
único cine de El Aaiún a ver Zorba el Griego. Por la mañana, caminaron
una hora bajo el sol a cincuenta grados para oficializar el idilio.
Así fue como José desposó a la mujer que por entonces ya tenía
tres nombres. El tercero, el más reciente, lo había elegido Echo para
presentarse como artista, y es un tributo a uno de los personajes de
cómic más queridos por los chinos: Sanmao. Este nombre, que significa
“tres pelos”, se asocia a la caricatura de un pequeño vagabundo
huérfano, cuyas tribulaciones han ido repasando la realidad china
desde los años treinta del siglo xx hasta la actualidad. Echo determinó
que a partir de entonces la literatura también tendría su Sanmao,
aunque a nadie, ni mucho menos a ella, se le ocurrió imaginar que un
día el pequeño huérfano le ofrecería la mano para subir junto a él al
Olimpo de los inolvidables.
Tras las primeras lecturas y embriagada por su biografía, la editora
Batallé quiso continuar las pesquisas, desentrañar enigmas que aureolaban
la leyenda de Sanmao, entre ellos, por qué nadie todavía la
había traducido al español, al inglés o al alemán. Viajó a la Feria de
Frankfurt, ese certamen donde se cuecen tantos futuros literarios,
dispuesta a contratar los derechos de al menos un libro suyo. Para
orientarse un poco, se había citado con una exeditora china de Sanmao,
pero la mujer no se presentó. ¿Y ahora qué? Batallé telefoneó a
la ausente, que alegó complicaciones de última hora. Batallé insistió.
Le dijo que podían quedar otro día o, si lo prefería, ella misma iría a
visitarla a su hotel.
–Lo siento, lo siento –respondió la mujer–. Pero es que ni siquiera
he ido a Frankfurt. Estoy en China y no voy a poder ayudarla.
Batallé había aterrizado en la feria con el objetivo prioritario de
ver a esa mujer.
–Deme al menos un nombre, un teléfono para poder seguir preguntando
por ella.
Desde Asia, la mujer deletreó en un inglés impreciso el nombre
de Gray Tan, el agente literario que al parecer gestionaba los derechos
de Sanmao. Batallé se dirigió al Centro de Agentes de Frankfurt,
una nave inmensa donde cientos de profesionales se alinean en for-
mación casi castrense, y se incorporó a la cola de personas que aguardaban
para hablar con míster Gray Tan.
A mediados de 1975, la situación en El Aaiún se complicó para los
españoles. Bombas, policías y legionarios cobraron un indeseable
protagonismo hasta que la Marcha Verde impulsada por Marruecos
expulsó a los «colonos» como Echo y José, que se mudaron a Playa
del Hombre en Telde, Gran Canaria, la isla que aglutinaba a la mayoría
de la comunidad china en el archipiélago español.
José se concentró en juntar puñaditos de billetes a base de trabajos
esporádicos mientras Echo cobraba sus artículos taiwaneses a
peseta por palabra, una buena retribución pero insuficiente para recuperar
la economía conyugal. «He dejado de comprar muchas cosas
por José María», escribió Echo mientras se adaptaba a la precariedad
aprendiendo a amortizar los obsequios insulares: «Me encanta viajar
en guagua, en ella puedo percibir a diversas personas y asuntos».
Echo, Sanmao, experimentó la novedad de vivir con poquísimo
dinero, lo que suponía pensar demasiado a menudo en él. Fue duro e
inspirador. Escribía a todas horas. En Taipéi se publicó una selección
de sus textos periodísticos titulada Cuentos del Sáhara. Era 1976 y el
lanzamiento la encontró ultimando los retoques de su siguiente obra:
Nunca volverá la temporada de lluvias.
La pareja se planteó emigrar a Estados Unidos aunque al final
José probó fortuna en Nigeria, donde le ofrecieron empleo. No duró
demasiado. «La vida no tenía ningún valor en Nigeria –explicaría él
mismo–; una mañana cualquiera podía aparecer flotando un cadáver
en el agua y nadie le daba la menor importancia».
Los cuentos saharauis de Sanmao comenzaron a venderse de una
forma imparable en China. La euforia de sus editores se correspondía
con la multitud de cartas, noticias y peticiones de entrevistas que asaltaron
su oasis canario, imponiéndole una presión indeseada que necesitó
comunicar a su familia. «Si esto es el éxito, no lo quiero. Siento que
me quita libertad. Voy a dejar de escribir». A lo que su padre respondió
escribiéndole una extensísima carta donde le decía que la literatura y la
pasión están por encima de lo que digan los demás, del éxito y las buenas
palabras también, y que siguiera escribiendo, por favor.
Sanmao estuvo de acuerdo. Una forma de ignorar el estrellato pasó
por no alterar significativamente su economía. La pareja salió adelante
en Tenerife gracias a los encargos puntuales que Entrecanales y Távora
hacía a José, hasta que la misma empresa le propuso formar parte del
equipo encargado de prolongar la línea de atraque y ampliar la plataforma
del puerto de Santa Cruz de La Palma.
A finales de marzo de 1979, Echo y José se instalaron en un piso
de los Apartamentos Rocamar. La vida en la isla era de «una tranquilidad
absoluta –según José–. Si atropellas a una gallina ya das que
hablar para una semana». Sanmao leía, cocinaba, escribía, y esa rutina
le sentaba bien a la vez que bromeaba sobre ella: «Yo soy un ama
de casa y hay que conseguir el bistec». Además de por cuestiones
laborales, José buceaba en sus ratos libres, y entonces lo hacía a
pulmón, pescando con frecuencia piezas impresionantes.
En septiembre, los padres de Echo llegaron a La Palma para
conocer al marido de su hija. Después de unos días agradables, Echo
y sus padres se dirigieron a Gran Canaria para subir a un avión rumbo
a Londres, donde alargarían unas jornadas más la reunión familiar.
Horas antes de despegar, su amiga Ivonne Shearer la telefoneó desde
La Palma.
La historia dice que, tras despedirse de Echo y de sus suegros, José y
unos amigos se dirigieron a la costa de barlovento para practicar la
pesca submarina. Se lanzó al agua enfundado en el traje de goma, el
equipo al completo, junto a dos compañeros. Al cabo de dos horas,
era el único que no había emergido. Los submarinistas se dirigieron a
la boya que marcaba la posición de su amigo y recogieron el cabo
que se hundía varios metros bajo el agua. Al final, en el saco destinado
a las capturas, apareció el fusil disparado y una barracuda de un
metro. No había rastro de José. Parece que desató el cabo de su to-
billo para perseguir a un pez. Abstraído en la acción, descuidó el
aumento de anhídrido carbónico en sangre y, al colapsarse su centro
respiratorio, inspiró de forma automática. Le entró agua. Se ahogó.
Encontraron su cadáver al día siguiente atrapado en un lecho
de algas. «Amor mío, amor mío», repetía Echo en el cuarto municipal de
autopsias donde lo veló. «Si mis padres no estuvieran aquí, yo estaría
en el mar con José María; han sido los cinco años más felices de mi
vida», dijo después.
«Si alguien ha leído a Sanmao, conoce de inmediato a José María»,
aseguran sus lectores. Por eso, el nicho donde reposa el buceador se
ha convertido en lugar de peregrinaje y ofrenda para los admiradores
de la escritora que visitan La Palma. «Un día nos dimos cuenta de que
casi todos los chinos que venían a la isla pasaban por el cementerio»,
observó María Victoria Hernández, que a partir de entonces impulsó
el rescate de la figura de Sanmao. De ahí que, cuando Hernández
ejerció como consejera delegada de Cultura del Cabildo, erigiera un
mirador literario a orillas de las aguas donde se había ahogado José.
El mirador consiste en un pequeño complejo escultórico presidido
por tres largas barras erectas que representan los tres pelos de Sanmao,
el niño de cómic que inspiró su nombre artístico.
Siguiendo la estela del buceador, Batallé también viajó al madrileño
barrio de La Concepción para charlar con los Quero. A la cita acudieron
familiares de todo Madrid. Cada uno de ellos contó su propia
Echo, su propio José, cenaron en el fragor de los recuerdos. César, uno
de los hermanos mayores, llevó aparte a Batallé: «Sabía que José moriría.
Era demasiado valiente», dijo, rememorando que su hermano forzaba
tanto los límites que había llegado a sufrir mareos leves bajo el agua.
Los Quero estaban contentos de que la obra de Echo fuera a
traducirse al español, y todos compartían una duda que resumieron
en esta pregunta:
–¿Cómo conseguiste los derechos después de tanto tiempo sin
que nadie se hiciera con ellos?
Batallé aún no lo sabía muy bien. Sabía que el agente Gray Tan
le advirtió de que los derechos sobre la obra de Sanmao estaban controlados
por uno de sus hermanos, y que para contratarlos debía dirigirse
a él. Gray Tan ni siquiera le dio su nombre. De modo que la
editora escribió una carta a un destinatario anónimo.
«Le escribo con pasión, respeto y responsabilidad», empezó
Batallé antes de explicar por qué deseaba proyectar la voz de Sanmao
en castellano y en catalán. Afirmó que, al leerla, había compartido la
«joie de vivre y el dolor» de la escritora. Que le había entusiasmado
su forma de diluir los límites de la ficción y la realidad, la verdad y la
fantasía. «Sus libros son VIDA –escribió–. Creo en su voz porque su
voz es la mía como mujer, como escritora y editora. Y, lo más importante,
su voz es mi voz como ser humano». Una semana después,
Batallé recibía el permiso de alguien sin nombre para publicar a su
hermana Sanmao.
Echo volvió a Taiwán, donde ya era Sanmao. Tradujo al chino a
Mafalda antes de partir a Latinoamérica como corresponsal del periódico
chino United Daily News. Después de medio año, se instaló
en Taipéi, donde empezó a dar clases de literatura china clásica y
escribía libros que a veces dirigía a los jóvenes, y a veces a los adultos,
ganando siempre un poco más de popularidad. La fama, la fama. Qué
le importaba la fama. «No pienso en amigos ni en juegos ni en la felicidad
de una familia; tengo a José María, todavía le tengo». Leía, escribía
y charlaba con José, estremeciendo a sus allegados cuando de
repente, durante una comida, ponía un plato más en la mesa y decía:
«Si queréis, hablamos con él».
Sanmao defendió la compañía de José en su nueva cotidianidad,
ahora sí inexorablemente solitaria, leyendo y escribiendo mientras se
separaba del mundo. Le diagnosticaron un cáncer. Después de la
cirugía, el 4 de enero de 1991, Sanmao, Echo, Maoping Chen, empleó
unas medias de seda para ahorcarse en un hospital de Taipéi. «He
vivido con libertad y amor, un alma libre».
«Soñaba con ser como ella: viajar al desierto del Sáhara y escribir.
Elegí la carrera de Español gracias a ella», reconoce en este mismo
volumen la especialista en literatura china Yufen Tai, quien junto
a la joven Irene Tor también ha tenido mucho que ver con un rescate
literario que se está extendiendo por el mundo occidental. Maravillas
de internet: Gray Tan envió el conmovedor e-mail de Batallé a buena
parte de su agenda electrónica, varios editores se interesaron por
Sanmao y ahora la están traduciendo a saber a cuántas lenguas.
Batallé, Iolanda, me contó todo esto una tarde de verano, porque
sabía que mi fenomenal amigo Joan Marcet me había introducido
hacía años en el mundo de esa china aventurera, y que siguiendo su
rastro yo mismo había viajado a La Palma. Iolanda detalló hasta dónde
la estaba conduciendo su obsesión poco antes de viajar a Taiwán
en busca de la familia de Echo. Así fue. Esta historia la llevó a más de
10.000 kilómetros de distancia en compañía de Francesc, que es su
José, y por eso ahora sabe que el hermano de Sanmao se llama
Henry, que es abogado y que le cedió los derechos porque, después
de recibir propuestas de traducción enviadas durante años desde
editoriales de todo el mundo, nunca nadie, aseguró Henry, había mostrado
tanto ímpetu, rigor y corazón como para salvar los obstáculos
que conducían hasta él. Cenaron juntos en un restaurante de Taipéi
compartiendo mesa con la hija de Henry y con Mona Chen –la hermana
de Sanmao que había sido pianista–, además del mismísimo
Gray Tan y otras cuatro personas vinculadas a la edición literaria.
Es lo que tienen algunos libros, que nos vuelven lo bastante locos
como para movernos, viajar, conocer a gente y sus rostros, seguir
leyendo. Lo bastante locos como para disfrutar de la vida de la forma
que una vez imaginamos. Además, cuando la locura es compartida,
a menudo recibe otro nombre, que suele ser más bonito y se acerca a
palabras como «aventura» o «ideal».
Iba a terminar aquí pero acabo de recordar que Batallé, después
de todo lo dicho, aún tuvo la necesidad de escribir una carta a Sanmao,
uno de esos textos que se escriben porque sí, enviado a la eternidad,
en el que después de expresarle su cariño vinculándola al universo
que comparten escritoras como Carmen Martín Gaite, Sylvia Plath o
Marguerite Duras, se despedía deslizando un «Me hubiera gustado
conocerte. Me hubiera gustado abrazarte». Lo he recordado porque
ese deseo sintetiza otro poder de los libros de Sanmao, que son los
de muchas obras perdurables, y que consiste en levantar afectos que
trascienden en el tiempo y nos impulsan incluso físicamente hasta
personas que jamás tocamos, olimos, escuchamos, pero en las que
reconocemos ese aprecio por la vida que igual nos anima a gritar una
protesta que a cuidar a un amigo, a una planta, a un amor, demostrándonos
cuánta fuerza y hermosura albergamos, y cómo las podemos
compartir.
Así que, desde aquí, un abrazo para ellas, para la escritora, para
la editora. Dos mujeres que han amado y se han movido –aún se
mueven–, para lograr que otros se sientan al menos un poco mejor.
De Gabi Martínez
«¿Por qué nadie la ha publicado en Occidente?», preguntó la editora.
Y los demás se encogieron de hombros. Le habían dicho que Sanmao
era un símbolo, un baluarte de rebeldía y libertad que seguía inspirando
a millones de asiáticos. Le contaron que su vida es una leyenda.
Que alcanzó la felicidad en el Sáhara y las Islas Canarias amando a
un robusto andaluz. Que sus libros cautivaban porque decían verdades
con simplicidad, que es la mejor forma de decir una verdad. Y
entonces, le mostraron una foto.
En la imagen, Sanmao viste una túnica que el viento le ciñe a los
muslos mientras aparta con la mano un mechón de su largo y liso cabello
negro. Alza la barbilla perdiendo la mirada con ese ensueño cada
vez más exclusivo de las fotos antiguas, porque en el siglo xx la gente
aún soñaba así. A la editora le atrajo la sensual esbeltez del movimiento
y aquel rostro de una sobriedad expectante tocado por la melancolía.
Un rostro con tanto significado que Iolanda quiso saber aún más.
Por entonces, la editora Iolanda Batallé perfilaba los contenidos de
una nueva editorial centrada en la literatura más exigente e iba en
busca de autores obligados a escribir «desde el corazón, las tripas, la
necesidad». Los cientos de miles de títulos que abarrotan las librerías
de todo el mundo pueden sugerir que no quedan perlas semejantes
por publicar, pero como Batallé sabe que esa percepción es un en-
gaño, perseveró en un proyecto que, eso sí, pondría a prueba su paciencia
y sus intuiciones. Transcurrieron varios meses sin manuscritos
convincentes. Leyendo. Indagando. Leyendo. Recabando opiniones
de grandes lectores, a menudo políglotas. Hasta que un día le atrajeron
los comentarios sobre una escritora taiwanesa. No localizó ninguno
de sus libros traducido a una lengua occidental, pero si la obra
de aquella mujer respondía a lo que contaban de ella…
«Buscando a Sanmao», tituló Batallé varios e-mails dirigidos a
personas que al parecer habían traducido al inglés o al español algunos
textos no muy largos de la autora. Encontró relatos dispersos, no
siempre bien versionados, pero en los que se intuían una fuerza y un
carácter distintos.
«Solo podría hablar de la libertad real en los lugares más remotos
», leyó Batallé en un relato ubicado en el Sáhara, y la editora retrocedió
hasta sus propios diecisiete años, cuando viajó a Tánger en
busca de un espacio que la iniciara en esas formas de intensidad que
sabía que existían más allá de sus lecturas. Batallé se recordó conociendo
a Paul Bowles hasta el punto de que el autor de El cielo protector
le encargó que gestionara durante un tiempo su extenso botiquín
de mítico escritor anciano.
Batallé, que con solo cruzar un estrecho había revolucionado su
alma, entendió muy bien el impacto que debió experimentar aquella
taiwanesa al aterrizar en el Sáhara junto a un buceador de Jaén. Y
siguió leyendo.
Sanmao no siempre se llamó así. Maoping Chen nació un 26 de marzo
de 1943 en Chongqing, la megalópolis de la China interior. Asuntos de
ideología política salpicaron a su padre, que era abogado, e hicieron
que la familia huyera pronto a Taipéi, la capital de Taiwán. Maoping
Chen tuvo tres hermanos, dos chicos y una chica, y una de las cosas
que decidió enseguida fue que no iba a renunciar a nada por el hecho
de ser mujer. Y que no iba a soportar humillaciones como la de aquel
profesor que, a los diez años de edad, le pintó dos círculos negros en
los ojos delante de todos sus compañeros para castigarla por no atender
en clase. La joven inspiró tan a fondo los liberales aires de Taipéi
que emprendió su propio camino al margen de convenciones sociales
e itinerarios supuestamente adecuados. ¿Un ejemplo? Prefirió no ir a
la universidad y estudiar filosofía por libre.
A la vez, amortizó las posibilidades económicas de su familia
para cruzar el mundo y aterrizar en la casa de un amigo de sus padres,
Yaoming Shu, cocinero oficial de la embajada de Taiwán en Madrid.
Yaoming Shu vivía en un 3.º 3.ª, justo debajo de una familia algo
más que numerosa: los Quero. El séptimo hijo de los ocho que tuvo el
matrimonio Quero se llamaba José María y era un estupendo amigo
de Mauricio y Claudio, los hijos varones del cocinero y de su simpática
esposa italiana. Como José asomaba con frecuencia por la casa
de los vecinos, un día se encontró con una joven que llamaba «tío» a
Yaoming Shu. La chica era bastante mayor que José, luego supo que
ocho años, y quizá también por eso, por la madurez añadida al exotismo
y la belleza, le fascinó.
–Se va a quedar un tiempo en casa –dijo Mauricio, que se la
presentó como Echo Cheng, una buena amiga de la familia–, que no,
no es mi prima, pero llama «tío» a mi padre así en plan familiar.
José respondió «hola» y se enamoró. Tenía 16 años.
Tardaron en mantener conversaciones más o menos fluidas hasta
que Echo aprendió castellano, aunque bastaba con observar un
rato al chico para darse cuenta de lo que sentía. José le contó que se
había comprado una caña para ir a pescar con su hermano César al
río Jarama y al embalse de Santillana pero que en realidad lo suyo era
el mar, donde ya había buceado gracias a los campamentos en Santander,
a los que podía ir casi gratis por ser hijo de un empleado del
Banco Español de Crédito.
A Echo le cayó bien el chaval pero su tiempo en España lo disfrutó
sobre todo en compañía de adultos. De vuelta en Taiwán, intentó
encauzarse socialmente impartiendo clases en la universidad, y
emprendió una relación con un profesor de alemán. Decidieron ca-
sarse, y lo hubieran hecho de no ser porque él murió… la víspera de la
boda. Aturdida por el golpe, y tras intentar suicidarse cortándose las
venas, buscó en Madrid un alejamiento que le permitiera remontar su
vida. Habían pasado seis años desde su anterior visita a España pero
en cuanto José supo que Echo había vuelto, se plantó en el 3.º 3.ª. Por
casualidad, Echo subió al piso de los Quero, José fue a recoger algo
a su habitación, Echo le acompañó y vio que en el cabezal de la cama
había una fotografía suya. Una fotografía de Echo. Al volver a mirar al
chico, vio definitivamente a un hombre.
Él era católico, ella protestante. Él pertenecía a un extracto social
muy alejado de las cultivadas élites de las que provenía Echo. Ella
era asiática; el otro, occidental. Y, sin embargo, se fueron acercando
atraídos sobre todo por el ímpetu de él, que arrastraba a una Echo
todavía consternada y no demasiado convencida de adónde podía
llevarle aquel romance español, pero ganada por el amor fresco y la
espontaneidad impagable de ese hombre al que percibía puro.
Al cumplir el servicio militar en la marina, José se había convertido
en un buzo experto y buscaba el mar en cuanto podía. Ya licenciado del
ejército, empezó a trabajar como submarinista. Y, al aparecer una oferta
de empleo en El Aaiún, la capital saharaui que todavía estaba bajo la
tutela de España, le hizo a Echo la propuesta de su vida.
«Quedamos los tres en una cafetería del barrio –recuerda Carmen
Quero, una de las hermanas que recibía más confidencias de
José–, y me contaron que querían irse a vivir al Sáhara y casarse allí.
“Tu hermano está loco”, dijo Echo, “tus padres no van a querer”. Le
contesté que mis padres no eran racistas y que, en cualquier caso,
esa decisión les incumbía a ellos».
Carmen sostiene que Echo viajó a África por amor: «En China
también hay desiertos para vivir ese tipo de aventura. Pero Echo se
fue al Sáhara. Y se fue con José».
Echo, la conquistadora
La pareja llegó en 1974 a El Aaiún, una ciudad que Echo consideró
triste, fea y muy cara. De todos modos, tenía tiempo por delante. Y
la cotidianidad era tan peculiar y su deseo de compartir tan fuerte,
que se animó a escribir la experiencia. En el Sáhara conoció a niñas
de ocho años desvirgadas por un rito matrimonial que toleraba la
violación sistemática. Y estuvo a punto de ver cómo unas arenas
movedizas se tragaban a José. Pero también inventó menús supuestamente
chinos que los comensales aplaudieron con ingenuidad, o
acudió a una insólita sala de baños en el desierto. Y son estas últimas
situaciones, llamativas, pero al fin y al cabo normales, las que entronizan
a Echo como una escritora distinta. El lado más doméstico
de la aventura se refleja en textos tan sencillos como epifanías en
las que reverbera la chispeante y socarrona relación entre Echo y
José, ese par de purasangres del Territorio Libertad con ideas tan
dispares que a menudo se divertían jugando a contrastarlas. La alianza
de civilizaciones son ellos. Dos individuos lo bastante asilvestrados
para bromear sobre las costumbres del otro asumiendo que esas
rarezas les están, sin embargo, influyendo, modificando, y que los
cambios son para bien. «Gracias, desierto. Me he vuelto una mujer
sencilla y transparente», escribiría Echo a ese Sáhara donde de forma
inesperada fue enterrando una soledad que la asfixiaba desde
la juventud.
Los aspirantes a la diferencia suelen sentirse lógicamente solos,
aún más cuando son jóvenes, y Echo formaba parte de esa estirpe.
Inclinada a sufrir la magnitud de su aislamiento en los sitios más poblados
–venía nada menos que de China–, en la desolación literal
halló gente que se interesaba por ella de un modo lo bastante sincero
como para sentirse acompañada. Es cierto que algunas costumbres
locales se le antojaban entre extravagantes y ridículas, pero sabía que
árabes y españoles interpretaban las suyas igual, y la curiosidad mutua
le brindó el hilo para abandonar su ensimismamiento y ofrecerse
a los demás, empezando por José.
«A veces pienso que José es bobo, y me entristezco un poco»,
escribía Echo un día en el que anhelaba refinamiento, sutilezas y otro
tipo de comprensión. «José se partía de risa. Le encantaba escucharme
decir tonterías», se contestaba luego ella misma, reconociendo las relajantes
virtudes de la bobada, filtrando su desasosiego por el cedazo
de un humor que aportaba alegría fresca. Con él, y allí, la vida se mostraba
fundamental. José recorría cincuenta kilómetros diarios hasta el
mar, buceaba y volvía para dormir con la mujer que amaba y, mientras
tanto, ella había entretenido el día escrutando el alma de las saharauis
a la vez que confeccionaba cojines o cortinas, cocinaba, leía, se sacaba
el carné de conducir y, sobre todo, escribía. Cada vez más.
El exotismo de aquella china ilustrada con domicilio en el Sáhara
hizo que un periódico taiwanés le pidiera una serie de artículos que
serían el origen de este libro que ahora tienes en las manos. En ellos,
Echo cuenta más o menos su día a día convirtiendo aquel particular
choque de civilizaciones en relatos que se mueven entre la travesura
y el peligro, capaz de ser tan naíf como violenta o ambas cosas a la
vez, abrazando las contradicciones con la lúcida plenitud de quien
vive en ellas. Y, de ese modo, conquistó a los lectores.
«No os creeréis el éxito que están teniendo las historias de
Echo», diría José a su familia, aún más orgulloso de su nueva esposa,
a quien por cierto ofreció un cráneo de camello como regalo de unas
nupcias que Echo inmortalizó en su relato «Crónica de la boda». No
fue fácil casarse en el Sáhara, aún menos después de que la normalización
de relaciones entre España y la República Popular China
supusiera el cierre de la embajada taiwanesa en Madrid. Para conseguir
los papeles que validaran el matrimonio, miembros de la familia
Quero instalados en Madrid organizaron una pequeña expedición
hasta la oficina diplomática de Taiwán en Lisboa. Después de enrevesados
trámites y una espera de meses, Echo y José recibieron la
noticia de que podían casarse… al día siguiente. Esa noche, fueron al
único cine de El Aaiún a ver Zorba el Griego. Por la mañana, caminaron
una hora bajo el sol a cincuenta grados para oficializar el idilio.
Así fue como José desposó a la mujer que por entonces ya tenía
tres nombres. El tercero, el más reciente, lo había elegido Echo para
presentarse como artista, y es un tributo a uno de los personajes de
cómic más queridos por los chinos: Sanmao. Este nombre, que significa
“tres pelos”, se asocia a la caricatura de un pequeño vagabundo
huérfano, cuyas tribulaciones han ido repasando la realidad china
desde los años treinta del siglo xx hasta la actualidad. Echo determinó
que a partir de entonces la literatura también tendría su Sanmao,
aunque a nadie, ni mucho menos a ella, se le ocurrió imaginar que un
día el pequeño huérfano le ofrecería la mano para subir junto a él al
Olimpo de los inolvidables.
Tras las primeras lecturas y embriagada por su biografía, la editora
Batallé quiso continuar las pesquisas, desentrañar enigmas que aureolaban
la leyenda de Sanmao, entre ellos, por qué nadie todavía la
había traducido al español, al inglés o al alemán. Viajó a la Feria de
Frankfurt, ese certamen donde se cuecen tantos futuros literarios,
dispuesta a contratar los derechos de al menos un libro suyo. Para
orientarse un poco, se había citado con una exeditora china de Sanmao,
pero la mujer no se presentó. ¿Y ahora qué? Batallé telefoneó a
la ausente, que alegó complicaciones de última hora. Batallé insistió.
Le dijo que podían quedar otro día o, si lo prefería, ella misma iría a
visitarla a su hotel.
–Lo siento, lo siento –respondió la mujer–. Pero es que ni siquiera
he ido a Frankfurt. Estoy en China y no voy a poder ayudarla.
Batallé había aterrizado en la feria con el objetivo prioritario de
ver a esa mujer.
–Deme al menos un nombre, un teléfono para poder seguir preguntando
por ella.
Desde Asia, la mujer deletreó en un inglés impreciso el nombre
de Gray Tan, el agente literario que al parecer gestionaba los derechos
de Sanmao. Batallé se dirigió al Centro de Agentes de Frankfurt,
una nave inmensa donde cientos de profesionales se alinean en for-
mación casi castrense, y se incorporó a la cola de personas que aguardaban
para hablar con míster Gray Tan.
A mediados de 1975, la situación en El Aaiún se complicó para los
españoles. Bombas, policías y legionarios cobraron un indeseable
protagonismo hasta que la Marcha Verde impulsada por Marruecos
expulsó a los «colonos» como Echo y José, que se mudaron a Playa
del Hombre en Telde, Gran Canaria, la isla que aglutinaba a la mayoría
de la comunidad china en el archipiélago español.
José se concentró en juntar puñaditos de billetes a base de trabajos
esporádicos mientras Echo cobraba sus artículos taiwaneses a
peseta por palabra, una buena retribución pero insuficiente para recuperar
la economía conyugal. «He dejado de comprar muchas cosas
por José María», escribió Echo mientras se adaptaba a la precariedad
aprendiendo a amortizar los obsequios insulares: «Me encanta viajar
en guagua, en ella puedo percibir a diversas personas y asuntos».
Echo, Sanmao, experimentó la novedad de vivir con poquísimo
dinero, lo que suponía pensar demasiado a menudo en él. Fue duro e
inspirador. Escribía a todas horas. En Taipéi se publicó una selección
de sus textos periodísticos titulada Cuentos del Sáhara. Era 1976 y el
lanzamiento la encontró ultimando los retoques de su siguiente obra:
Nunca volverá la temporada de lluvias.
La pareja se planteó emigrar a Estados Unidos aunque al final
José probó fortuna en Nigeria, donde le ofrecieron empleo. No duró
demasiado. «La vida no tenía ningún valor en Nigeria –explicaría él
mismo–; una mañana cualquiera podía aparecer flotando un cadáver
en el agua y nadie le daba la menor importancia».
Los cuentos saharauis de Sanmao comenzaron a venderse de una
forma imparable en China. La euforia de sus editores se correspondía
con la multitud de cartas, noticias y peticiones de entrevistas que asaltaron
su oasis canario, imponiéndole una presión indeseada que necesitó
comunicar a su familia. «Si esto es el éxito, no lo quiero. Siento que
me quita libertad. Voy a dejar de escribir». A lo que su padre respondió
escribiéndole una extensísima carta donde le decía que la literatura y la
pasión están por encima de lo que digan los demás, del éxito y las buenas
palabras también, y que siguiera escribiendo, por favor.
Sanmao estuvo de acuerdo. Una forma de ignorar el estrellato pasó
por no alterar significativamente su economía. La pareja salió adelante
en Tenerife gracias a los encargos puntuales que Entrecanales y Távora
hacía a José, hasta que la misma empresa le propuso formar parte del
equipo encargado de prolongar la línea de atraque y ampliar la plataforma
del puerto de Santa Cruz de La Palma.
A finales de marzo de 1979, Echo y José se instalaron en un piso
de los Apartamentos Rocamar. La vida en la isla era de «una tranquilidad
absoluta –según José–. Si atropellas a una gallina ya das que
hablar para una semana». Sanmao leía, cocinaba, escribía, y esa rutina
le sentaba bien a la vez que bromeaba sobre ella: «Yo soy un ama
de casa y hay que conseguir el bistec». Además de por cuestiones
laborales, José buceaba en sus ratos libres, y entonces lo hacía a
pulmón, pescando con frecuencia piezas impresionantes.
En septiembre, los padres de Echo llegaron a La Palma para
conocer al marido de su hija. Después de unos días agradables, Echo
y sus padres se dirigieron a Gran Canaria para subir a un avión rumbo
a Londres, donde alargarían unas jornadas más la reunión familiar.
Horas antes de despegar, su amiga Ivonne Shearer la telefoneó desde
La Palma.
La historia dice que, tras despedirse de Echo y de sus suegros, José y
unos amigos se dirigieron a la costa de barlovento para practicar la
pesca submarina. Se lanzó al agua enfundado en el traje de goma, el
equipo al completo, junto a dos compañeros. Al cabo de dos horas,
era el único que no había emergido. Los submarinistas se dirigieron a
la boya que marcaba la posición de su amigo y recogieron el cabo
que se hundía varios metros bajo el agua. Al final, en el saco destinado
a las capturas, apareció el fusil disparado y una barracuda de un
metro. No había rastro de José. Parece que desató el cabo de su to-
billo para perseguir a un pez. Abstraído en la acción, descuidó el
aumento de anhídrido carbónico en sangre y, al colapsarse su centro
respiratorio, inspiró de forma automática. Le entró agua. Se ahogó.
Encontraron su cadáver al día siguiente atrapado en un lecho
de algas. «Amor mío, amor mío», repetía Echo en el cuarto municipal de
autopsias donde lo veló. «Si mis padres no estuvieran aquí, yo estaría
en el mar con José María; han sido los cinco años más felices de mi
vida», dijo después.
«Si alguien ha leído a Sanmao, conoce de inmediato a José María»,
aseguran sus lectores. Por eso, el nicho donde reposa el buceador se
ha convertido en lugar de peregrinaje y ofrenda para los admiradores
de la escritora que visitan La Palma. «Un día nos dimos cuenta de que
casi todos los chinos que venían a la isla pasaban por el cementerio»,
observó María Victoria Hernández, que a partir de entonces impulsó
el rescate de la figura de Sanmao. De ahí que, cuando Hernández
ejerció como consejera delegada de Cultura del Cabildo, erigiera un
mirador literario a orillas de las aguas donde se había ahogado José.
El mirador consiste en un pequeño complejo escultórico presidido
por tres largas barras erectas que representan los tres pelos de Sanmao,
el niño de cómic que inspiró su nombre artístico.
Siguiendo la estela del buceador, Batallé también viajó al madrileño
barrio de La Concepción para charlar con los Quero. A la cita acudieron
familiares de todo Madrid. Cada uno de ellos contó su propia
Echo, su propio José, cenaron en el fragor de los recuerdos. César, uno
de los hermanos mayores, llevó aparte a Batallé: «Sabía que José moriría.
Era demasiado valiente», dijo, rememorando que su hermano forzaba
tanto los límites que había llegado a sufrir mareos leves bajo el agua.
Los Quero estaban contentos de que la obra de Echo fuera a
traducirse al español, y todos compartían una duda que resumieron
en esta pregunta:
–¿Cómo conseguiste los derechos después de tanto tiempo sin
que nadie se hiciera con ellos?
Batallé aún no lo sabía muy bien. Sabía que el agente Gray Tan
le advirtió de que los derechos sobre la obra de Sanmao estaban controlados
por uno de sus hermanos, y que para contratarlos debía dirigirse
a él. Gray Tan ni siquiera le dio su nombre. De modo que la
editora escribió una carta a un destinatario anónimo.
«Le escribo con pasión, respeto y responsabilidad», empezó
Batallé antes de explicar por qué deseaba proyectar la voz de Sanmao
en castellano y en catalán. Afirmó que, al leerla, había compartido la
«joie de vivre y el dolor» de la escritora. Que le había entusiasmado
su forma de diluir los límites de la ficción y la realidad, la verdad y la
fantasía. «Sus libros son VIDA –escribió–. Creo en su voz porque su
voz es la mía como mujer, como escritora y editora. Y, lo más importante,
su voz es mi voz como ser humano». Una semana después,
Batallé recibía el permiso de alguien sin nombre para publicar a su
hermana Sanmao.
Echo volvió a Taiwán, donde ya era Sanmao. Tradujo al chino a
Mafalda antes de partir a Latinoamérica como corresponsal del periódico
chino United Daily News. Después de medio año, se instaló
en Taipéi, donde empezó a dar clases de literatura china clásica y
escribía libros que a veces dirigía a los jóvenes, y a veces a los adultos,
ganando siempre un poco más de popularidad. La fama, la fama. Qué
le importaba la fama. «No pienso en amigos ni en juegos ni en la felicidad
de una familia; tengo a José María, todavía le tengo». Leía, escribía
y charlaba con José, estremeciendo a sus allegados cuando de
repente, durante una comida, ponía un plato más en la mesa y decía:
«Si queréis, hablamos con él».
Sanmao defendió la compañía de José en su nueva cotidianidad,
ahora sí inexorablemente solitaria, leyendo y escribiendo mientras se
separaba del mundo. Le diagnosticaron un cáncer. Después de la
cirugía, el 4 de enero de 1991, Sanmao, Echo, Maoping Chen, empleó
unas medias de seda para ahorcarse en un hospital de Taipéi. «He
vivido con libertad y amor, un alma libre».
«Soñaba con ser como ella: viajar al desierto del Sáhara y escribir.
Elegí la carrera de Español gracias a ella», reconoce en este mismo
volumen la especialista en literatura china Yufen Tai, quien junto
a la joven Irene Tor también ha tenido mucho que ver con un rescate
literario que se está extendiendo por el mundo occidental. Maravillas
de internet: Gray Tan envió el conmovedor e-mail de Batallé a buena
parte de su agenda electrónica, varios editores se interesaron por
Sanmao y ahora la están traduciendo a saber a cuántas lenguas.
Batallé, Iolanda, me contó todo esto una tarde de verano, porque
sabía que mi fenomenal amigo Joan Marcet me había introducido
hacía años en el mundo de esa china aventurera, y que siguiendo su
rastro yo mismo había viajado a La Palma. Iolanda detalló hasta dónde
la estaba conduciendo su obsesión poco antes de viajar a Taiwán
en busca de la familia de Echo. Así fue. Esta historia la llevó a más de
10.000 kilómetros de distancia en compañía de Francesc, que es su
José, y por eso ahora sabe que el hermano de Sanmao se llama
Henry, que es abogado y que le cedió los derechos porque, después
de recibir propuestas de traducción enviadas durante años desde
editoriales de todo el mundo, nunca nadie, aseguró Henry, había mostrado
tanto ímpetu, rigor y corazón como para salvar los obstáculos
que conducían hasta él. Cenaron juntos en un restaurante de Taipéi
compartiendo mesa con la hija de Henry y con Mona Chen –la hermana
de Sanmao que había sido pianista–, además del mismísimo
Gray Tan y otras cuatro personas vinculadas a la edición literaria.
Es lo que tienen algunos libros, que nos vuelven lo bastante locos
como para movernos, viajar, conocer a gente y sus rostros, seguir
leyendo. Lo bastante locos como para disfrutar de la vida de la forma
que una vez imaginamos. Además, cuando la locura es compartida,
a menudo recibe otro nombre, que suele ser más bonito y se acerca a
palabras como «aventura» o «ideal».
Iba a terminar aquí pero acabo de recordar que Batallé, después
de todo lo dicho, aún tuvo la necesidad de escribir una carta a Sanmao,
uno de esos textos que se escriben porque sí, enviado a la eternidad,
en el que después de expresarle su cariño vinculándola al universo
que comparten escritoras como Carmen Martín Gaite, Sylvia Plath o
Marguerite Duras, se despedía deslizando un «Me hubiera gustado
conocerte. Me hubiera gustado abrazarte». Lo he recordado porque
ese deseo sintetiza otro poder de los libros de Sanmao, que son los
de muchas obras perdurables, y que consiste en levantar afectos que
trascienden en el tiempo y nos impulsan incluso físicamente hasta
personas que jamás tocamos, olimos, escuchamos, pero en las que
reconocemos ese aprecio por la vida que igual nos anima a gritar una
protesta que a cuidar a un amigo, a una planta, a un amor, demostrándonos
cuánta fuerza y hermosura albergamos, y cómo las podemos
compartir.
Así que, desde aquí, un abrazo para ellas, para la escritora, para
la editora. Dos mujeres que han amado y se han movido –aún se
mueven–, para lograr que otros se sientan al menos un poco mejor.
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