Proust Fiction
Robert Juan-Cantavella
Poliedro
Barcelona, 2005
190 páginas
14 euros
Tal vez el único terreno del
planeta en el que se considera que uno es joven hasta que cumple los cuarenta,
sea el mundo literario. Suponemos que eso se debe a ideas tan tópicas como que
difícilmente nadie escriba una buena novela con menos de esa edad, lo cual por
un lado restringe el concepto de escritor al de novelista, y por otro se antoja
tan poco convincente como la de afirmar que los grandes poetas lo fueron con
menos de treinta años. En fin, que si nos atenemos a ese lugar común, al hablar
de Robert Juan-Cantavella puede asegurarse que este escritor joven está en
plena fase de maduración, o de investigación o de construcción de personalidad.
Hace unos años se presentó al público con la novela Otro, un proyecto ambicioso, propio de un escritor inquieto, en el
que mostraba toda una pléyade de recursos verbales al servicio del virtuosismo
literario, tras los que después de una ardua lectura se podía descubrir la
mirada del tipo que escruta hasta las manchas de grasa en los tiradores de las
puertas. Ahora nos facilita un poco más la tarea con un conjunto de ocho
relatos en los que no renuncia a manipular el lenguaje hasta un dominio en el
que se impone una precisión más convincente que en su obra anterior, pero en
los que predominan otras suertes de inquietudes. Por un lado está la que afecta
al terreno formal, rompiendo los límites y reglas que se suponen al género de
extensión breve, fragmentando o sacando la mitad del contenido a las notas a
pie de página, y por otro está la indignación que produce el sentido de la
existencia que se impone, lo absurdo y risible de los mitos que se han ido
creando en los últimos cien años, casi todos basados en la cultura de cine
barato americano del cual, sin concesiones, se burla para mostrar su falso
rostro intelectual, su anticultura. De ahí que estos escritos que nos trasladan
a nuestro propio mundo, vacío y estereotipado, sean, en lo fundamental, una
reacción de venganza.
Dotado de un sentido del humor
que nos acerca al de Boris Vian, tan disparatado como serio, tan exigente como
incómodo, Juan-Cantavella carga su libro de guiños y menciones en los que la
erudición no deja de ser una herramienta que se critica a sí misma. De ahí,
para empezar, un título, el del relato más extenso, que nos remite al mismo
tiempo al autor de En busca del tiempo
perdido y a Tarantino, es decir, al escritor más litúrgico y reposado y al
director de cine con más energías y menos ideas que ha surgido en los últimos
tiempos. “El recuerdo de las excursiones del instituto funciona como la
magdalena de Tarantino”, dice, y también: “Tarantino parte de las ideas de
Schopenhauer y no de las de Bergson”. O sea, que Juan-Cantavella parte de la
ironía. De ahí la creación de un enfrentamiento sin confrontación entre dos
personajes, en el cuento que da título al libro, uno de ellos de nombre Marcel,
misántropo, autoexiliado en su propia casa y agobiado por la comunidad de
vecinos a la hora de escribir ceremoniosamente, y otro nieto del futurista
Marinetti, practicante de la escritura automática y el plagio, en un duelo en
el que la existencia se reduce a lo cotidiano, y se reflexiona sobre los
límites de la creación, sobre la cocción literaria dentro de la misma
literatura. En El deslumbrado, la
locura dentro de las trincheras alcanza hasta a los muertos, y lleva a los
hombres bien al asesinato, bien al quijotismo, y todo sin que la fábula
concluya con una aseveración moral. Badajoz
es un relato en el que retoma el pulso a esos narradores cínicos y
alcohólicos, dándole una vuelta de tuerca de modo que la única explicación
posible a lo que sucede esté fuera de la voz del narrador. Escalera mecánica es un batiburrillo de demasiada realidad y
excesivas cosas ocultas, y en otro cuento un tipo se especializa en pescar
coches con cuerdas de piano.
Aunque cabe leerlo con mucho
interés, lo mejor de este libro es saber que nos encontramos frente a alguien
consciente de que se ha embarcado en una carrera de fondo, que debe progresar
poco a poco, y que ha decidido que debe ir ligando su obra a las patas de la
mesa de la vitalidad para conseguir que sus palabras hablen de lo que de verdad
importa a la gente que vive en mundos distintos al literario.
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