Evasión en el monte Kenia
Felipe Benuzzi. Ed. Xplora, 2014.
Prólogo a la edición, de Ricardo Martínez Llorca:
Mientras el sol rueda por las laderas, los precipicios, los glaciares, camino ya de eso que conocemos como crepúsculo, y que no es sino la hermosura que precede a los miedos de la noche, cada canto de una chicharra, cada sílaba del viento violando el tímpano, cada pincelada malva en el vientre de la nube, es el mundo entero. Y al mismo tiempo, es el alma de quien adora el mundo. El pintor que ama el mundo desea la luz hasta en el vientre apagado de los objetos. El amante interpreta la pasión tanto en la tierna brisa como en el ojo del huracán que arrastra los barcos contra los arrecifes. El aventurero, que con su coraza de coraje se reconoce en el viaje o en la montaña, cree que lo desconocido es un dios: una pisada en suelo incierto, un rugido entre las agudas ramas de un sotobosque cerrado por los espinos, el hambre y la sed que empujan a escarbar la tierra y la nieve con los dientes para hallar consuelo.
El pintor, el amante, el alpinista, han encontrado ese relámpago que les ha transformado en inmortales durante un instante. A continuación vendrá el mejor perfume, el aroma de la consunción. Esa es la fragancia que se asemeja al auténtico y sosegado olvido. Pues existen dos tipos de olvido: el falso, que te hará permanecer en la memoria de la erudición bañado en esencias de inútil fermentación, embalsamado para conservar tu cuerpo como si se tratara de una joya cuando no existe otra cosa que no sea parafernalia, solemnidad, cátedra.
Y luego está el olvido auténtico, que es el que nos relega al descanso.
En el primero se encuentran los libros que tantos ensayos han provocado entre los doctores en filología. Doctores que olvidaron leer los libros en función de la estética y creyeron que lo que les daría valor es la historia y la arrogancia de los descubrimientos que hallaran con su lupa.
En el segundo grupo están los libros felices, los libros que una vez leídos quedaron en la memoria sensorial de algo que, a falta de un término mejor, llamaremos dicha.
Allí está, por ejemplo, El enamorado de la osa mayor, de Sergiusz Piasecki, La línea de sombra, de Conrad, algunos cuentos de Buzzati, casi todos los de Stevenson y su mejor novela, Los traficantes de naufragios; también un puñado de páginas de Paul Bowles. Y, por supuesto, cada página que escribió Chejov. Todos hemos agradecido leer estas obras, porque durante un tiempo dieron un sentido tal vez estético a nuestros minutos, a nuestros calendarios. Porque son libros felices.
Y entre esas obras, también, tal y como mencionó Borges, tal y como mencionó Voltaire, está la mejor creación del primer gran maestro, que fue Homero. Y esa creación se llamaba Publio Virgilio Marón. En La Eneida, el protagonista emprende, deliberadamente, una aventura épica. La vida no le sale al paso. Es Eneas quien corre tras ella y para saberse vivo recurre a esa faceta de la pasión que es tan sencilla como efectiva a la hora de plasmarla en una narración: la proeza.
Confundir esta Evasión en el monte Kenia con la felicidad de La Eneida es probablemente un atrevimiento, y sin duda, una hipérbole. Felice Benuzzi no pule cada verso como si fuera una obra maestra. Entre otras razones, porque en una época en que ya el cine se había convertido en el gran medio narrativo, relatar una epopeya en verso hubiera resultado un anacronismo y hasta una indulgencia.
“Cuéntame, Musa, las causas; ofendido qué numen o dolida porqué la reina de los dioses a sufrir tantas penas empujó a un hombre de insigne piedad a hacer frente a tanta fatiga”.
Este es uno de los primeros versos de la empresa de Eneas. Y es el que nos separa de la hazaña de Felice Benuzzi, Giovani Balleto y Vicenzo Barsotti. Ninguna musa intervendrá en la narración. La literatura, por fin, es cosa de los hombres. Será, sin embargo, el siguiente verso, el que nos remitirá a la unión entre una aventura y otra:
“¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?”
Para Virgilio, como para Homero cuando relató el regreso de Ulises a Ítaca, todo mal, todos los abismos, toda la violencia, todo lo monstruoso, todo aquello que se escapara al dominio de lo que los hombres pudieran manipular con sus manos, con sus dedos, con su mundano ingenio, tenía un origen divino, mágico o al menos legendario.
Pero Benuzzi, Balleto y Barsotti, tal vez por haberse ya quebrado el mundo gracias a la ciencia o por haber aprendido en unos libros de texto que sólo el crucifijo no obedece a las leyes de las disciplinas que se gestan en los laboratorios, no pueden atribuir sus desdichas a un panteón repleto de celos, ira, codicia y caprichos. Cautivos en un campo de guerra, en 1943, no muy lejos del monte Kenia, deciden escapar con el único propósito de alcanzar su cima, a la que admiran como los griegos admiraron el Olimpo. Como Ulises, como Eneas, ponen tanta astucia como su hambre, su agudeza y sus dedos les permiten para lograr su propósito. Al igual que Ulises, al igual que Eneas, durante la ruta tropezarán con millones de formas de miedo. En lugar de los cantos de las arpías, será la intuición de unos ojos de jaguar. Cualquier brutalidad similar al Maelström quedará sustituida por la soledad nocturna que obliga a no cerrar los ojos durante una guardia. No habrá un cíclope ni batallas a pecho descubierto, pero no les abandonará la fiebre.
Y así ellos también sienten y confiesan el miedo. Y entonces uno se pregunta si, al fin y al cabo, el miedo no es lo mismo que los dioses. O, para ser más preciso, si la génesis del miedo no es la misma que la génesis de los dioses. Por lo tanto, para ellos ascender al monte Kenia equivale a derrotar a los dioses, porque equivale a derrotar al miedo.
“A pesar de todo es una lucha agradable; ya que mientras dura, el tiempo vuelve a ser algo valioso”.
Las frases no pueden resultar más ingenuas, más libres, y por tanto más inestimables. Son obra de Felice Benuzzi, el dichoso narrador de este libro épico. Nada de lo que es propio del que quizás sea el primer gran género literario, la épica, le es ajeno a Benuzzi: elaborar un plan psicológico, sobrevolando las desdichas de la guerra, en la que no sólo aprecia la fortaleza física de sus compañeros, sino también, y sobre todo, la lealtad. Porque la lealtad quizá sea la virtud de los hombres que en cualquier escala de valores hay que colocar en la cumbre. A la lealtad, añadía el entusiasmo y la paciencia, un plan que nos remite nada menos que a Shackelton.
Y por último nos topamos con la ilusión por la fantasía, dado que nunca dejan de ser conscientes de la provisionalidad de la hazaña que se proponen acometer: dormir, soñar, ser libres durante el sueño, despertar. Regresar a eso que tristemente conocemos como realidad y que reconocemos al abrir los ojos. Y, mientras tanto, mientras dura el sueño, vivir el camino a través de los detalles que salen al paso, de esas menudencias que llenan nuestros días y nuestras noches, aparentes insignificancias, verosímiles exactitudes. Porque en eso consiste el camino de la aventura, en los detalles y no en la frívola cartografía. Y esos detalles determinan un acto de voluntad que, en medio de esta inercia que es el diluvio de calamidades en que a veces se convierte el mundo, nos hacen hombres libres.
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