Viaje al Tíbet
Robert
Byron
Traducción
de Miguel Ángel Martínez-Cabeza
Abada
Editores
Madrid,
2013
285
páginas
Cuando
aparece Robert Byron (Wembley, 1905-
Cape Wrath, 1941), apenas quedaba espacio que no hubieran supervisado los
grandes exploradores patrocinados por la Royal
Geographical Society. Richard Burton
ya había dejado testimonio de casi todo lo que puede llegar a apostar en sus
días y sus noches alguien entregado a recorrer el planeta. Para arriesgar casi con
tanta potencia como lo hizo Burton, fue necesario dejarse la vida a más de ocho
mil metros en un proyecto pasional liderado por George Mallory. En la época en que todavía no había brotado esa
forma de viajar caracterizada por las mochilas -esa versión sofisticada de la
visita, a caballo entre el turismo y la aventura-, alguien que no aspiraba a
emular a los grandes exploradores ni a los grandes alpinistas, entró en el
debate sobre el estilo del viaje que se le impone a quien no dispone ni de
callos en los pies ni de un bolsillo repleto de monedas. Ni tampoco el deseo de
sufrir sumando kilómetros, ni las ganas de que lo identificaran con un
aristócrata divergente. Así fue como a Robert Byron se le ocurrió acercarse
hasta el Tíbet saltando de avión en avión, hasta el norte de la India, para
luego cabalgar a lomos de un poni por los pasos de montaña y los valles pardos,
amarillos, desiertos, de la meseta tibetana.
Era un tiempo en el que
resultaba sencillo ver el mundo como un lugar hermoso. O al
menos como un lugar emocionante. Pues de eso trata este Viaje al Tíbet. Byron
dedica la primera mitad de las páginas a un recorrido plagado de esa clase de
anécdotas que tan divertidas resultan de narrar a los amigos cuando uno ya se
encuentra de regreso. Todas las historietas le van saliendo al paso con una
facilidad, a juzgar por el tono con que las describe, que hace de ellas el
hábitat natural de quien abandona su casa. O, para ser más exactos, del humilde
que parte hacia un destino lo bastante conocido como para sentir un ápice de
seguridad, y lo bastante remoto como para despertar la inquietud. Porque en
buena medida, el viaje que emprende Robert Byron es un viaje al mito.
De
ahí que el tono del libro se transforme en cuanto pisa el suelo vecino a Tíbet.
Abandonamos la narración jocosa y nos adentramos en un territorio descriptivo.
Byron nos hace partícipes de aquello que le impresiona, y que es lo diferente,
todo lo que se encuentran los sentidos y que produce emociones, todo lo que hace bailar el ánimo: los
vaivenes se mueven entre lo hermoso y lo lamentable, elogiando siempre la
pureza de una vida no centrada en lo material, porque occidente todavía carece de fundamentos de peso para recomendar sus
ideas a quienes las han estado eludiendo. En cualquier caso, su paso por
este otro mundo, en el que las sorpresas
se suceden sin violencia, no puede dejar su ánimo neutral y sabe, con una
certeza que todavía no está a punto de nieve, que algún día engendrará amor.
Pero de momento, mientras viaja y mientras redacta su viaje, Byron reconoce que
tantas dosis de lo desconocido, de la incomodidad con marcha atrás, de
autosuficiencia compartida, de esfuerzo físico bien disfrutado, le lleva a examinar
en su interior ese debate entre el entendimiento y la incapacidad de comprender.
De ahí que el libro comience haciéndonos disfrutar de la caricatura, y termine
por dejar en el paladar el sabor de lo
romántico. En vísperas de los viajes de los jóvenes mochileros, Byron
vuelve a ofrecernos luz, color y memoria.
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