jueves, 15 de marzo de 2018

VIAJE AL TÍBET


Viaje al Tíbet
Robert Byron
Traducción de Miguel Ángel Martínez-Cabeza
Abada Editores
Madrid, 2013
285 páginas



Cuando aparece Robert Byron (Wembley, 1905- Cape Wrath, 1941), apenas quedaba espacio que no hubieran supervisado los grandes exploradores patrocinados por la Royal Geographical Society. Richard Burton ya había dejado testimonio de casi todo lo que puede llegar a apostar en sus días y sus noches alguien entregado a recorrer el planeta. Para arriesgar casi con tanta potencia como lo hizo Burton, fue necesario dejarse la vida a más de ocho mil metros en un proyecto pasional liderado por George Mallory. En la época en que todavía no había brotado esa forma de viajar caracterizada por las mochilas -esa versión sofisticada de la visita, a caballo entre el turismo y la aventura-, alguien que no aspiraba a emular a los grandes exploradores ni a los grandes alpinistas, entró en el debate sobre el estilo del viaje que se le impone a quien no dispone ni de callos en los pies ni de un bolsillo repleto de monedas. Ni tampoco el deseo de sufrir sumando kilómetros, ni las ganas de que lo identificaran con un aristócrata divergente. Así fue como a Robert Byron se le ocurrió acercarse hasta el Tíbet saltando de avión en avión, hasta el norte de la India, para luego cabalgar a lomos de un poni por los pasos de montaña y los valles pardos, amarillos, desiertos, de la meseta tibetana.
Era un tiempo en el que resultaba sencillo ver el mundo como un lugar hermoso. O al menos como un lugar emocionante. Pues de eso trata este Viaje al Tíbet. Byron dedica la primera mitad de las páginas a un recorrido plagado de esa clase de anécdotas que tan divertidas resultan de narrar a los amigos cuando uno ya se encuentra de regreso. Todas las historietas le van saliendo al paso con una facilidad, a juzgar por el tono con que las describe, que hace de ellas el hábitat natural de quien abandona su casa. O, para ser más exactos, del humilde que parte hacia un destino lo bastante conocido como para sentir un ápice de seguridad, y lo bastante remoto como para despertar la inquietud. Porque en buena medida, el viaje que emprende Robert Byron es un viaje al mito.
De ahí que el tono del libro se transforme en cuanto pisa el suelo vecino a Tíbet. Abandonamos la narración jocosa y nos adentramos en un territorio descriptivo. Byron nos hace partícipes de aquello que le impresiona, y que es lo diferente, todo lo que se encuentran los sentidos y que produce emociones, todo lo que hace bailar el ánimo: los vaivenes se mueven entre lo hermoso y lo lamentable, elogiando siempre la pureza de una vida no centrada en lo material, porque occidente todavía carece de fundamentos de peso para recomendar sus ideas a quienes las han estado eludiendo. En cualquier caso, su paso por este otro mundo, en el que las sorpresas se suceden sin violencia, no puede dejar su ánimo neutral y sabe, con una certeza que todavía no está a punto de nieve, que algún día engendrará amor. Pero de momento, mientras viaja y mientras redacta su viaje, Byron reconoce que tantas dosis de lo desconocido, de la incomodidad con marcha atrás, de autosuficiencia compartida, de esfuerzo físico bien disfrutado, le lleva a examinar en su interior ese debate entre el entendimiento y la incapacidad de comprender. De ahí que el libro comience haciéndonos disfrutar de la caricatura, y termine por dejar en el paladar el sabor de lo romántico. En vísperas de los viajes de los jóvenes mochileros, Byron vuelve a ofrecernos luz, color y memoria.

Fuente: La línea del horizonte 

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