Tumulto
Hans
Magnus Enzensberger
Traducción
de Richard Gross
Malpaso
Barcelona,
2015
249
páginas
De
este poema químico, que es la transformación de un átomo de carbono en un
protozoo, hemos nacido todos. Y juntos formamos eso que se conoce como vida, en
la cual uno puede participar de muchas maneras: fumigando mosquitos o
sentándose a observar cómo se fumigan los mosquitos, por ejemplo. Tanto el que
fumiga como el observador sabe que es carne mortal, pero que a diferencia de
los mosquitos posee en los pulmones unos atributos que puede llamar alma. El
magnesio entre los alveolos nos indica los movimientos del alma, es decir, nos
ayuda a separar lo que está bien de lo que está mal. Si quieres, puedes llamar
a eso humanismo, para luego adentrarte en territorios que pertenecen al cine
documental o al ensayo político. Aunque, a la hora de la verdad, sabes que
siempre estarás hablando sobre ti, sobre tus andanzas más o menos
revolucionarias, sobre tu amor al ocio y tu amor al trabajo, sobre las cualidades
atmosféricas con las que quieres a tu amante y a los hombres desconocidos. A
esta casta pertenece Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, Alemania, 1929), uno
de los intelectuales mejor considerados de los últimos cincuenta años. Y que,
al parecer, ha decidido que ha llegado la hora de rendir cuentas, de echar la
mirada atrás para no escribir una autobiografía. Pero sí para dejar testimonio.
Tumulto es el nombre que propone para esta pequeña epopeya, centrada
principalmente en sus estancias en la Unión Soviética y en Cuba.
En
la primera parte, narra su paso por la URSS para participar en un encuentro con
otros escritores. Su relato está lleno de gente estrafalaria o vulgar, pero a
la que atiende bajo los mismos principios: el de no olvidar ese tono de humor
ante lo transcurrió frente a él, esa falta de respeto a lo solemne que hace que
merezca la pena la visita. Regresaría a la URSS en 1966, un recuerdo que exhibe
en forma de crónica, utilizando los verbos en presente, buscando esa falta de
malicia o seriedad que nos hace ser personas bajo cualquier régimen político.
Enzensberger se retrata ya como un observador escéptico a quien le interesa por
igual Sartre que los poetas oficiales soviéticos. La memoria le lleva a
preguntarse qué pintaba él ahí, entre tanto acto oficial que ocultaba
intimidades escandalosas, viajando por el corazón perdido de la Asia
colonizada, para descubrir que la mayor decepción es el reparto de la pobreza.
Su diario es el delirio envuelto en un país gris hormigón, mientras que en occidente
se preparaba la revolución del Flower-power.
Cuando
cambia a Cuba como destino que ocupa la mayor parte de lo que reconoce su
memoria, decide ligar sus recuerdos haciéndose preguntas. Construye un diálogo
sobre las pequeñas revoluciones y las grandes rebeliones que tenían lugar
mientras él estaba convencido de que debía existir una fórmula para autorrealizarse,
como pudiera ser en el amor por Masha, quien fuera su esposa en los años en que
uno siente las energías de mejor calidad. Recuerda sus viajes pensando qué se
le habría perdido a él por el mundo. Y concluye que fue un testigo
privilegiado, un observador participante. Mientras describe el mundo, como por
ejemplo en el dolor del recuerdo de Cuba, se describe a sí mismo. Y luego
asiste a la desintegración de la pureza de las revoluciones que tienen lugar en
Praga, en París, en el Mekong… Y reflexiona sin acidez sobre cómo se desenamoró
de la Cuba de Castro por culpa de las zonas de indefinición que implicaron
detalles infames. Enzensberger es una especie de etnólogo de las revoluciones.
De los tumultos que, concluye, no fueron en vano aunque se apagaran a partir de
los años 70: ahí siguen las reivindicaciones ecológicas, la lucha por la
igualdad, la denuncia de la pobreza y la conciencia de que a este mundo chambón,
que diría Eduardo Galeano, le falta poesía.
Fuente: Quimera
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