Objeto de amor
Edna
O’Brien
Traducción
de Regina López Muñoz
Lumen
Barcelona,
2018
444
páginas
La
literatura de Edna O’Brien (Irlanda, 1930) está atravesada por una forma
piadosa de rencor. John Berger menciona el dolor de la memoria. Tal vez sea el
mismo concepto. Las relaciones entre sus personajes y su vida parecen navegar
de la mano. Por ejemplo, los protagonistas comparten el miedo a darse cuenta de
que carecen del apoyo de los demás, algo que solo puede haber nacido del
estudio del propio pasado. Al menos si, como es el caso, se recibe con tanta
sinceridad como se leen los relatos de O’Brien. El ambiente en el que se
sumergen la mayoría de los relatos que componen este volumen es el de la
infancia de la autora: una vida rural no elegida, donde las miserias brotan de
forma inevitable. En buena medida, es la destrucción amable del mito del Beatus
Ille. Esa costumbre, por ejemplo, de los adultos de culpar de todo a los niños,
a sus hijos, de hacerles sentir mal, pecadores, de estar jodiendo la vida de
sus padres, viene dado por la lejanía del mundanal ruido, el de las calles de
las ciudades. Ellos han nacido con ese estigma. O, para ser más exacto, ellas,
pues son las mujeres las principales protagonistas. Si ser niño es un infierno,
ser niño y del género débil supone carecer de paraguas contra cualquier
arrebato. Y en un lugar donde a los adultos no se les pone trabas, donde la ley
está tan lejos como en las películas del Oeste, un lugar aislado por las
tierras campesinas, nadie te ampara. Y en caso de hallar algún consuelo, como
por ejemplo a través de una profesora, una monja, este será un mito que, como
tal, se vendrá abajo el día en que caiga la infancia.
“Mary
deseaba ir a América en avión, pero se lo pensó mejor y pidió ganar mucho
dinero para comprarles a sus padres una casa junto a la carretera principal”.
De este género es el deseo de las niñas cuando soplan las velas de la tarta de
cumpleaños, puramente condicionados por el imperio de los adultos. Entre las
páginas de los relatos, porque O’Brien es por encima de todo una narradora, se
distinguen algunas frases que apuntan a un estudio psicológico de ese entorno
social y de esas edades y géneros: “la acuciante convicción de no haber vivido
aún” o “la extenuante costumbre de mantener la esperanza”, son dos ejemplos que
hacen explícito lo que vivimos junto a los personajes, a las personas, a los individuos.
En cuanto surge el plural, se da por terminada la ilusión del carácter propio:
la gente es feligresía, el grupo es feligresía y como tal se comportan en
cualquier reunión. Una cierta cualidad de secta, en la que los protestantes son
apestados, por ejemplo, en la que es imposible encontrar tu sitio si no aceptas
todos y cada uno de los preceptos, una maldición que acribilla los pequeños bildugsroman que son muchos de los
relatos del libro: la niña se hace mujer, y lo hace con dolor, sin apoyos. Si
los dramas los vivimos como pequeños es porque nos parece ver esa vida de
lejos. Pero son superiores a cada humanidad de cada niña. Es decir, son
enormes.
Obligados
a vivir atormentados bajo los ojos de un dios del Antiguo Testamento, tener una
amiga supone compartir soledades. Ese dios se interpone como mito y a través de
los adultos. Los adultos, los padres y las madres, son grises, convencionales.
Ellos pueden permitirse el lujo de la violencia y a ellas se les impone la
certeza de vivir para ellos, de carecer de ilusiones propias. Ya no prodigan
afecto, tal vez porque han aprendido a no sentirlo. No son los protagonistas
principales, pero sí sus condiciones y los vaticinios de en qué se pueden
convertir ellas: tullidos emocionales que se casan apresuradamente y viven con
afán de censurar. Madre, padres y trabajo es la santísima trinidad que preside
sus vidas. De esta manera, la infancia es todo lo contrario a lo que debería
ser: alegría, libertad, juego y acontecimientos extraordinarios. A pesar de todo,
insistimos, O’Brien cierra heridas, pero no hiere.
“Me
suicido por falta de inteligencia y porque no sé ni he aprendido a vivir”, reza
una nota de un personaje que demuestra que lo que él llama inteligencia puede
conocerse, también, como sensibilidad.
Hay
una frase final de uno de los magníficos relatos que componen este volumen, en
ocasiones a la altura de autores como Flannery O’connnor, que dicta las que tal
vez sean las voluntades que impulsan la escritura de Edna O’Brien mejor que
cualquier análisis: “La casa, las piedras calientes del camino, el fulgor del
agua asomarían de vez en cuando a su memoria, sin duda; pero de él se olvidaría
y lo relegaría a un rincón oscuro de su mente, al lugar donde acechan los
fracasos”.
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