Viajar. Ensayos sobre viajes
Robert
Louis Stevenson
Traducción
de Amelia Pérez Villar
Páginas
de Espuma
Madrid
Septiembre,
2014
470
páginas
Salir
a recorrer el mundo es una táctica para combatir la herrumbre que deja la vida
cotidiana. Contra el óxido, nada mejor que la brisa dulce moviendo las hojas de
los árboles. Y centrarse en que ese instante es tan puro que no cabe generar
mala conciencia. Dentro de una experiencia tan humilde como levantar el pie
para no pisar una hormiga, cabe la salvación del universo. Esa es la mejor
forma de echar aceite sobre las bisagras roñosas, de tanto acumular desgracias,
con las que se articula la vida. Ese es el ánimo con el que Robert Louis
Stevenson (Edimburgo, 1850 – Samoa, 1894) emprende sus caminatas, sus
experiencias previas al gran viaje a los mares del Sur.
En
esa época, viajar implicaba no tener prisa. Cuando se trata de aprender
siguiendo la sencilla táctica que se conoce como descubrimiento, nada es
urgente. El mundo de la acción se confunde con el de la contemplación porque
caminar es observar y prestar atención es una aventura. Al fin y al cabo, no
hay más intensidad de sentimientos en un tipo de vida que en otra. Se trata, a
la postre, de estar enamorado. Y eso es lo que demuestra Stevenson en estos
textos, un tierno enamoramiento que sólo puede calificarse como amor a la vida:
“Y es que el bosque nos arrebata cualquier pretexto que tengamos para morir”.
En ese sentido, en la convivencia con la naturaleza a través de una pasión que
se traduce como fuente de armonía, Stevenson es un heredero de Thoreau, pero
también un maestro para Robert Macfarlane, que es, sin duda, uno de los
escritores vivos más interesantes. “No tener que someterse a un horario de por
vida es vivir para siempre”, es una frase que podría haber suscrito cualquiera
de ellos.
Una
gran parte de los textos recogidos nos hablan de la naturaleza, especialmente
de la montaña, el bosque o las costas. Una naturaleza sin duda romántica, y sin
duda positiva, lenitiva, terapéutica. El viaje debe producirse a ritmo de paseo
si uno quiere traducir sus experiencias a unos ensayos, como los que presenta
el libro, que son descripciones y reflexiones de un poeta, no de un intelectual
sesudo. Stevenson se muestra vitalista y el lirismo es el condimento que mejor
expresa su estado de ánimo. Siempre dispuesto a sentir, Stevenson se toma a sí
mismo como medida de las reacciones del hombre, sin caer en la vanidad de
presentar conclusiones, sin pretender que su experiencia sea un valor
universal. Pero sí confiando en que a algún lector le resulte de apoyo en su
viaje por este valle de lágrimas. En buena medida, hay ingenuidad, ingenuidad
infantil, en su propuesta: “¿Que yo vine al mundo con todas mis facultades
completas, y que lo único que he aprendido desde entonces ha sido a ser más
tolerante con el aburrimiento?”. Para Stevenson el mundo son los caminos y los
caminos son terreno virgen para la ilusión. Tal vez sea una propuesta con una
carga suficiente de inocencia. Ahora bien, nada más propio de la literatura que
la inocencia, que el destierro de la jactancia. Todo eso que ya se encontraba
en su obra de ficción, en algunos de los mejores relatos de la historia o en
sus más grandes novelas: La isla del
tesoro, Los traficantes de naufragios.
Observar,
charlar, para él eso es el tiempo, si es que es de tiempo de lo que estamos
hechos. ¿Y la literatura? La literatura es recuerdo. De ahí esa mirada en la
que existe un claro deseo de que el mundo, rincones de Gaia que va conociendo,
no perezcan. Sin embargo, nosotros ya leemos su obra con la extraña nostalgia
que es el deseo de haber conocido ese mundo donde se podía ser un caminante
solitario que sólo aspiraba a no salir de ese cimiento de la ética que se llama
descanso.
Fuente: Quimera
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