Un año en los bosques
Sue
Hubbell
Traducción
de Miguel Ros González
Errata
Naturae
Madrid,
2016
297
páginas
En
esta época en que las pistolas mejor engrasadas las lucen las quijadas y las
cuerdas vocales de aspirantes a la presidencia de algún país, o a la
presidencia ideológica en los medios de comunicación, un verso de Virgilio
debería ser un valor literario al alza. En este caso, el verso se extiende
alfombrando de puro bosque el tiempo de lectura: “Quiero azulillos índigo
cantando sus pareados a primera hora de la mañana. Quiero leer José y sus hermanos de Thomas Mann otra
vez. Quiero hojas de roble y flores de cornejo y luciérnagas. Quiero saber cómo
está la tierra en Coon Hollow, al norte. Quiero que Asher se entere de lo que
les pasa a los ácaros del oído de las polillas en invierno. Quiero enseñarles a
Liddy y a Brian las enormes rocas que hay al fondo de la hondonada del arroyo.
Quiero saber mucho más sobre las arañas morgaño. Quiero escribir una novela.
Quiero bañarme desnuda en el río al calor del sol.”
No
engañarse con pretensiones de alto voltaje ni fuegos artificiales literarios,
es ser lo más posmoderno. La sinceridad, tan sagrada, debería ser promovida por
ley y premiada sin medallas. Reconocer lo mejor de la educación sentimental,
ese apartado que nos une a lo que merece la pena en este peñasco azul, un átomo
en el vacío entintado del universo, es lo mejor que uno puede encontrarse
durante algunas horas de vida. Leer Un
año en los bosques pertenece a ese tipo de experiencias, en las que, sin saberlo,
Sue Hubbell (Michigan, 1935) habla de Gaia sin mencionar esa religión. Hubbell
habla de su vida en los bosques, donde se gana el pan con la apicultura, con el
agrado de participar de los derechos de los seres vivos, una invención que es
la más humana. Iguala a las cucarachas que viven en la corteza de los árboles
con la música clásica más sencilla. Nada de esperpentos o miedos: su tiempo en
la naturaleza pertenece a lo noble, a lo austero sin rencor. El libro está
diseñado como si relatara un año de vida, pero en realidad recopila por
estaciones las diversas experiencias. Hay alguna mención a su vida anterior, a
la ciudad neurótica, y hasta bien avanzado el texto no menciona su infancia,
donde se gesta esa vocación de etóloga sin ciencia y la necesidad de sentirse
autosuficiente, así como la de intentar que no exista la esquizofrenia del
dinero.
En
la vida con las abejas encuentra el equilibrio: el ser humano puede intervenir
en la naturaleza sin destrozarla. Hubbell pertenece a la estirpe de los ecologistas
que no niegan a los hombres el bosque para su conservación. De alguna manera,
este libro es un manual de campo, de aprendizaje en el campo, donde la vida se
muestra en tantas versiones que merece la pena conocer, que no disponemos de
años suficientes para contactar con ellas. De ahí que ella se defina a través
de su prosa y su memoria: Hubbell elige lo sencillo, las emociones como
manifestaciones de la inteligencia. Y reivindica, también sin darse cuenta, que
la cultura no tiene por qué ser ese espectro del conocimiento que siempre peca
de filológico. No es más cultura estar al día del arte contemporáneo que
conocer los nombres de los pájaros que cantan a primera hora de la mañana. No
es más cultura Andy Warhol que los azulillos índigo. Y, sin embargo, los
azulillos índigo nos permiten sentirnos más vivos y serenos que el análisis de
la obra del pintor neoyorkino.
Si
admiramos algo en Hubbell, tras la agradable lectura de este libro, es cómo se
las apaña para encontrar tanta paz en el territorio del solitario. Y si a
partir de ahora vamos a quererla tanto, es porque nos ha permitido compartir
esa armonía con los que somos más esclavos. Durante unas horas, las que dura la
lectura y las que alcanza la emoción de haber leído Un año en los bosques, hemos sido más libres.
Fuente: Culturamas
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