miércoles, 21 de marzo de 2018

PERIODISMO

Me invitaron a participar en una mesa redonda sobre el periodismo en Salamanca. Estoy muy agradecido a Asunción Escribano por la iniciativa, en la que me acompañó, por ejemplo, Charo Ruano, que tal vez no sea la mejor escritora del mundo, pero sí a la que más quiero.
Este es el texto que leí. Que os guste.


LITERATURA – SALAMANCA Y PERIODISMO


“Alguien se debería preguntar por qué a los escritores salmantinos no les interesa hablar sobre Salamanca”.

La frase no es mía. Se trata de un comentario que escuché en boca de un escritor de aquí, a quien mucho debo, que había publicado una extraordinaria novela de romanos.
Y yo acababa de publicar una obra ambientada en los Alpes. Después vino un libro sobre el color ocre de Zambia, y por último una novela sobre el efecto del paisaje vacío del desierto en unos seres para los que tener conciencia es una condena.

Otra persona (un maestro para mí) me escupió por teléfono una censura que se me antoja producto de una resignación indefinida:
“¿No podías ambientar tus obras en las calles de una ciudad, como hacemos todos?”

Creo que no. No puedo. Porque tendría que hablar sobre la ciudad que conozco. Y no encuentro motivos para escribir sobre lo que conozco. Prefiero mantenerme en ese registro mitológico que es la ignorancia.
* Se escribe desde la perplejidad.
·        Se escribe sobre lo inexplicado, sobre lo desconocido.
·        Se escribe porque se posee la capacidad de no entender nada.

Confesaré qué es lo que sé sobre Salamanca: sé que es la ciudad donde de niño yo iba al colegio y por tanto una ciudad digna de odio.

Pero podría escribir sobre la ciudad si alguien me lo pidiera y me pagara por ello. Me figuro que podría elaborar un registro de vicios que fatigaría un libro de doscientas páginas. Es fácil que la relación comenzara con toda clase embriaguez (excepto la de virtud o la de poesía); por allí desfilaría el suicido, la locura, la crueldad, la hipocresía, la usura, la petulancia, la frivolidad, la charlatanería, la cursilería, la chulería, las normas de tráfico, la apatía, la mera escenografía a que se reduce eso que se llama realidad, la insensibilidad, el virtuosismo vanidoso, la gestación y la gestión de lo mediocre... en fin, una serie de cosas que a mi juicio no son exactamente la vida.

Imagino a un periodista de esta ciudad escribiendo sobre toda esta mierda, escribiendo porque le pagan. Y me pregunto cómo podrá conseguir transformar eso, que en principio da para poco más que para una redacción de compromiso, en literatura.
Éste es el objetivo que propongo: Hacer literatura con cualquier cosa;
el periodista escribe, y por tanto es escritor; pero ojo: no todo el que escribe hace literatura.

Miro hacia ese periodista que me parece un réprobo vivo.
Miro hacia esa persona sentenciada a practicar la más inveterada costumbre de este país: contemplarse el ombligo.
A nuestro reo le obligan a ser brazo ejecutor de cosas tan horribles, tan a la orden del día,
-         como trascender el folclore a categoría estética,
-         como designar cualquier manifestación pintoresca como cultura,
-         como dar énfasis intelectual a las frases más vulgares y huecas de cualquier personaje público.
-         Como convertir en una verdad universal la reseña de un acontecimiento recibida a través del servidor de una agencia.
Y ahora le pido al periodista que transforme la información en literatura, contando con que dispone de un muy corto espacio de tiempo para expresarse.
Y le aconsejo que eluda las frases hechas, esas frases que son síntoma de la subcultura que se está generando entre los medios de información, esas frases que reflejan la carencia de ideas propias, esas aberraciones que son atentados contra el estilo.
Desearía que eludiera las frases hechas a las que se recurre por causas como las prisas o la pereza, pero que, aparentemente (o al menos desde mi posición de mero espectador), están justificadas en las pretensiones de un criterio objetivo necesario para transmitir la información.
Desearía que evitara las frases hechas porque juraría que ese criterio objetivo no existe.
Y en cualquier caso, nada más lejos de la literatura que la objetividad.
Porque el primer requisito, el requisito imprescindible para un testimonio literario, es ¡que el narrador esté furioso!.
Para que haya literatura la persona que nos habla debe de estar furioso por cualquier razón: puede estar furioso de dulzura o de amor, furioso de culpa o de odio, furioso de lujuria o de recato... da igual.
Si detrás de las palabras no existe la furia, los contenidos desfallecen.

Recomiendo, pues, no preocuparse tanto por la imparcialidad como por la lealtad con uno mismo. El escritor, y por tanto también el periodista, debe ser honrado con su forma de entender el mundo, pues ésta será la otra información que al lector le afecte.
Puedo evocar algunos párrafos periodísticos que me interesaron, y descubro que en ellos aprecié algo que para mí tiene mucho que ver con la cultura, y que es un cierto cultivo de sentimientos. En esas crónicas o artículos encontré la forma de mirar de un ser humano; y su manera de oler, de oír, de percibir el paso del tiempo... Y eso son valores eternos.
Lo otro, la noticia, puede perder su interés en un plazo de media hora.

Si no me equivoco, los valores eternos se aprenden durante la infancia, esa etapa de la existencia en que se cultivan los estados de ánimo y crecen las emociones. De alguna manera, es a la infancia a lo que termina por referirse aquel que escribe con su sensibilidad puesta al día.

Permitidme un recuerdo de mi niñez:
Mi memoria me devuelve la imagen de mi madre cocinando natillas. Y me devuelve ese instante en que ella se descuida lo suficiente como para que yo pueda sumergir un dedo en las natillas calientes. Mi madre me descubrió en el segundo en que yo me llevaba el dedo a la boca, y en lugar de regañarme se limitó a comentar que las natillas calientes dañan el estómago.
Me sentí culpable.
Desde entonces para mí la culpa tiene el sabor dulce de las natillas calientes, un sabor que todavía hoy puedo sentir, tras cada error que cometo, repercutiendo contra el cielo de mi paladar.

Con esto quiero decir que hasta del pecado se puede hablar siguiendo unos criterios artísticos, o sobre todo del pecado, dado que el arte es una forma de conocimiento.
Tal vez esta afirmación sea una primera idea para definir eso que se conoce como el estilo.
Y el estilo no debe ser ajeno ni siquiera a un periodista que escriba sobre Salamanca. De algún verbo o de algún adjetivo rezumará, de forma inconsciente e involuntaria, un concepto emocional asimilado durante la infancia.

Dicho de otro modo: para que no pareciera el documento de un resentido si yo escribiera sobre Salamanca debería preguntarme qué vínculos pueden existir
* entre un boquete en la Gran vía y el sabor a culpa de las dulces natillas calientes;
* entre una conferencia de prensa de un político local y el sabor a natillas de la dulce culpa caliente;
* entre los resultados deportivos de los equipos de barrio y el culpable sabor caliente de las natillas dulces;
* entre cualquier noticia de una ciudad que me dio un importante motivo para odiarla y la culpa dulce y caliente con sabor a natillas.

Me atrevería a decir que de resultas de la solución de estas ecuaciones, saldrá eso que tan importante es para un periodista, eso que desde niños hemos conocido como la sinceridad.

Gracias.

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