viernes, 23 de marzo de 2018

NUEVA YORK


El sabor a poso de las imágenes

Ricardo Martínez Llorca
Cartográphica


Es posible que para describir Nueva York sea inevitable crear un género teatral en el que se incluya una nueva forma de escenario. El autor de la tragicomedia sería un potaje cocinado con las voces de todos los dementes del planeta. Habría un director de orquesta, que acaso fuera una ama de casa con la mitad de la anatomía subcutánea sustituida por colágeno, el pelo teñido de verde y el corazón tan dilatado como el de un corredor de fondo, y que con la correa del perro por batuta se encargaría de mantener el desconcierto dentro de un tono privativo. Porque Nueva York posee, a pesar de su disparatado hormigueo, un tono monótono y peculiar que cualquier intruso identifica prontamente con el sabor a poso de las imágenes con que nos empalagan los medios audiovisuales.
Por las aceras impuras vagan los sobrevivientes de cientos de batallas, señalados por unas dentelladas que los vencedores les han disparado para que les sofocaran las vértebras lumbares. Estas almas corpóreas cargan a hombros con todos los motivos de sus derrotas: las populosas calles y escuelas, los vertiginosos horarios, los espejos que multiplican los fracasos del maquillaje, los dormitorios invadidos por la más ruidosa nocturnidad, el tabaco y su avocación clandestina, los ojos de las muchedumbres, las versiones más ácidas de los virus, las violentas ranuras para tarjetas de crédito, la similitud entre la noche y el día, el esqueleto sufriente que porta erguido toneladas de grasa, la interminable respiración en la que se reconocen las grietas del aire de esta ciudad, los vapores grises que escapan por las rejas de las alcantarillas como el cuerpo de un calor bochornoso, el cáncer de los motores, los huesos de los paraguas baratos, esos galopes en la sangre que entierran recuerdos con dosis arenosas de lo inmediato, las sombras multiplicadas por focos de neón y haces de colores fogosos, la obscenidad sexual de la silicona, la ausencia de estrellas entre los recortes de cielo, las reliquias vivas de nuestro siglo proyectadas en pantallas blancas, el envejecimiento y la absorción veloz por todos los capilares del intestino de las carnes inflamadas de hormonas, el desconocimiento del sol y sus secuelas: la aurora y el ocaso.
A paso acelerado camina este ejercito de espectros y corazas, de vencidos que todavía confían en la suerte que cabe dentro de los recovecos de las chaquetas y pantalones: una mulata con cien kilos de carne en cada nalga que mastica una pizza de macarrones mientras acaricia el canto de una american-express que guarda en el bolso de piel de lagarto; un camello con los ojos preñados de plasma que espera a su cliente con el aliento cayéndosele de la boca y de la vida, sin sacar la mano del bolsillo de la cazadora, donde esconde un gramo de cocaína; un guarda de seguridad de papada displicente y los cinco sentidos huecos, que aprieta el brazo contra el cuerpo para cerciorarse de la presencia de su seguro de vida metálico que carga en el sobaco; una anciana que deambula por Central Park paseando a su perrito de diez centímetros esgrimiendo una pala de plástico y la bolsa donde recoge los excrementos de la pequeña bestia, y que custodia sin vergüenza los frascos de medicinas que chocan en el bolsillo de su abrigo, un abrigo que viste incluso en verano para transportar con facilidad las píldoras; una pelirroja de veinte años, de traje apretado y pechos como montañas, que conserva su esperanza en un billete de lotería terminado en siete, y también en el éxito combinado, en la próxima cita, de sus ojos azules y sus pezones; un culturista que abandona el gimnasio con la planificación de una gran dieta escrita en un papel amarillo que aprieta en el puño, y en cuyo reverso figura la receta de una tortilla de clembuterol; un taxista que se acaricia el tobillo en que oculta una navaja con muelle; un tiburón de Wall Street que lleva su paquete de acciones en el disco duro de su ordenador portátil; un bujarrón confiado en la inmunidad del preservativo que guarda muy cerca de la entrepierna; una adolescente negra con una maleta de cartón y dos direcciones garabateadas en un trozo de papel cuadriculado, la de un prostíbulo y la de un predicador de religiones al mejor postor; el número uno de su promoción universitaria entregando la petición de una beca en la dirección del Metropolitan; un carnicero chino amante del teatro que acaba de obtener una entrada para un estreno de Broadway... Y, probablemente, aunque yo no lo sepa, un marciano esconde en sus uñas grabadoras en las que registra nuestras conversaciones para luego denunciarnos ante el alto tribunal estelar:
-Acuso a la humanidad de generar lo indefinido.
-¿Y eso es un crimen?
-Lo ignoro: ¿cómo puedo saberlo si no soy capaz de definirlo? Sobre Nueva York es imposible opinar, y difícilmente se podrá describir esta urbe ni aun disponiendo de todos los diccionarios siderales. No acuso por tener pruebas de nada, sino porque he regresado con todo esto metido en la nariz –y el marciano tira de un hilo que sobresale de su fosa nasal y en el que se ensartan las enumeraciones antes expuestas.
Frente a la entrada principal de la estación de autobuses de Manhattan queda un portal anónimo, turbio y mugriento. Está flanqueado por el escaparate de una tienda de vídeos pornográficos, y una sala cuya actividad delatan las tres equis descomunales y rosas que lucen en la fachada y cuyos filamentos se quejan. Ese portal anónimo y disuasorio es, en realidad, la entrada al albergue más barato de la Gran Manzana. La existencia de este antro se transmite boca a boca entre los viajeros, y sus dueños se preocupan de que no figure en ninguna guía. Antes de que el portero permita el paso, uno se ve sometido a un cuestionario completo vía interfono: nombre, nacionalidad, número del pasaporte, nombre del viajero que informó, lugar donde os encontrasteis...
A la mañana siguiente, después de haber dormido entre los sudores empalagosos de un adolescente japonés y los ronquidos agudos de un inmigrante mejicano, me dispuse a salir en busca de una tienda de libros de ocasión a la que, según me habían aconsejado, conviene acudir armado del cepillo de dientes. Desirée, una negra espigada con la sonrisa de nieve, atiende en esos momentos la recepción del albergue. Es ella quien me facilita la dirección de la librería. Antes de que yo desaparezca por las escaleras, Desirée me llama:
-¡Ricardo!
Me sorprendo de que utilice mi nombre de pila cuando hace apenas un minuto que la conozco.
-¿Sí?
-¿Fumas?
-A veces un puro en las bodas de mis amigos, pero normalmente no, ¿por qué?
-Porque he candado la puerta que da a la terraza del edificio, ¿sabes? Hay gente que sube allí para fumar porque aquí dentro está prohibido, y andar por la terraza es peligroso.
-¿Peligroso?
-Sí. Este es un edificio bajo y los vecinos de los rascacielos, en cuanto ven a alguien en las terrazas se dedican a tirarles botellas y platos.
-¿Por qué lo hacen?
-¿Cómo que por qué lo hacen? ¿Estás de broma? Lo hacen porque esto, Ricardo, es Nueva York.

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