El más clásico de los tópicos dicta que mientras uno se asoma a la ventana sin entender nada, un grupo de gente se lanza a subir abismos con ese afán que se les supone a los jóvenes, el mismo con el que pretenden salvar el mundo en un solo gesto. Y, sin embargo, el hombre nuevo tiene que conformarse con comprar unas servilletas de papel en el semáforo para aportar algo de bien a la comunidad mundial, mientras la violencia es una forma que adopta el aire que sale de los altavoces de la radio del coche. Alrededor sobrevuela el cinismo y, dentro de uno, los sueños perdidos. La salvación se sostiene sobre la cordialidad de un gesto, sobre la buena educación constante y, en definitiva, sobre el espíritu de la delicadeza. Un poco de sensibilidad, por favor.
Otro de los grandes lugares comunes da por supuesto que la sensibilidad y la delicadeza son cosa de mujeres. Tal vez por eso llegaron más tarde al alpinismo, una actividad que nació con dos maldiciones: para practicarla uno tenía que ser hombre, sí, pero además haber nacido en Francia, Suiza o el valle de Aosta, porque el resto de los italianos estaban entregados a la contemplación de las pinturas de Rafael y Miguel Ángel.
En el mundo de los Alpes se admitió antes a un inglés que a las chicas, por muy guerreras que fueran. Edward Whymper se abrió paso entre el país enemigo de Gran Bretaña, Francia, gracias a su capacidad pulmonar y a renunciar a su idioma natal, llegando a hablar el francés como un nativo de Chamonix. Aunque hubo alguna Juana de Arco escondida y cuyo nombre no ha pasado a la historia, fue en la época en que el alpinismo ya se practicaba en todo el planeta cuando se aceptó que una mujer era tan capaz de elevarse a las alturas como un hombre, porque ni siquiera ahí arriba todo es cuestión de fuerza.
A pesar de que las grandes actividades ya se llevaban a cabo en el Himalaya o las Montañas Rocosas, cordilleras que a vista de pájaro hacen de los Alpes un juguete, la actividad ha seguido llevando el nombre del lugar donde germinó. Lo cierto es que la belleza de los Alpes no es la misma que la de las grandes alturas de las cimas de ocho mil metros y sus aledaños. Una fotografía del glaciar de Baltoro puede representar para uno el lugar más hermoso del planeta, pero a su compañero le provocará terror. Los Alpes, por su parte, no ofrecen duda: cualquiera de sus valles podría figurar en la tapa de una caja de bombones.
Catherine Destivelle (Orán, 1960) y Chantal Mauduit (París, 1964) firmaron la escritura en la que se consagraba la delicadeza como un supuesto más para sobrevivir con dignidad en el mundo del alpinismo. Su aparición supuso tanto como el nacimiento de la primavera. Mientras Catherine se dedicó sobre todo a las paredes verticales, Chantal fue una de las grandes presencias en el Himalaya. Entre las dos, cubrieron todo el espectro de especialidades de las supuestas actividades de riesgo en la montaña, aunque no está de más recordar que, en los Alpes, lo que más muertes produce es el esquí de pista, no la escalada ni el parapente. El fallecimiento de una de ellas, Chantal, en el Dhaulagiri en 1998, se produjo a causa de una avalancha mientras dormía, y las avalanchas suceden siempre con anomalías.
Llaman nievología a la ciencia que estudia el comportamiento de la nieve, pero nadie es todavía capaz de predecir dónde y cómo se van a producir las rupturas. Se sabe que su tienda estaba situada en un área algo expuesta, pero la más utilizada para instalar un campo de altura a esa cota; que a su experiencia se acumulaba la del sherpa Ang Tsering, que la acompañaba; y que dormía con Tashi, su enorme pato de peluche, que la acompañaba a todas las expediciones.
Tashi es una palabra tibetana que significa “buena suerte”, una manera de saludarse o despedirse frecuente entre la gente a la que llegó a querer tanto. Pero en el Tíbet la suerte es una energía, una intención, algo que aportar; de hecho, en buena medida la traducción más cercana a Tashi que se nos ocurre es “que la fuerza te acompañe”. Al igual que Catherine, Chantal decía que lo mejor de sus expediciones era conocer a la gente de los lugares a los que había viajado, y ambas tenían por costumbre internarse en el Tíbet. Catherine, de hecho, se ha mostrado como una ferviente defensora de la causa del pueblo tibetano en su lucha por la independencia.
Aunque la presencia del muñeco de peluche durante las ascensiones al Cho Oyu o al Manaslu haría las delicias de un profeta del psicoanálisis como Jung. Ese pato de peluche, diría, era ella o al menos el reflejo de ella, o la propia Chantal volviendo a la niñez, la misma que, según confiesa en su libro Vivir en el paraíso,echaba de menos el aroma de las galletas de coco. Lo sustituía por los rezos, por los om mani padme umpintados en las piedras del camino. Aun así, según Jung, a través de ese muñeco de peluche, el que vemos en las fotografías atado al lateral de la mochila junto a la colchoneta aislante, era el cordón umbilical, lo que la unía a su hogar. Catherine, por su parte, confiesa desde el primer momento de su trayectoria en las grandes paredes que lo mejor de las aventuras era volver a casa. Por un lado, está todo lo que uno disfruta con el sufrimiento mientras realiza una actividad tan exigente; y por otro, el placer de haberla terminado.
En la lista de Chantal se encuentra el K2, el Shisha Pangma, el Cho Oyu, el Lhotse, el Manaslu, el Gasherbrum y un montón de cimas de menos de ocho mil metros, en el Himalaya o en los Andes, siempre sin oxígeno adicional. En la de Catherine, sin embargo, no destaca la altura de las cumbres sino las líneas seguidas que ella se inventaba en el pilar Bonatti, en la cara norte del Eiger, en el espolón Walker o en las paredes de Indian Creek, los Dolomitas, la garganta del Dadés y en la Torre del Trango, en el Himalaya, tal vez la ascensión en escalada más complicada del mundo, porque ni el clima ni la altura acompañan. Catherine no dejó de practicar la escalada en roca ni siquiera estando embarazada de seis meses. Ahí sí se precisa de mucho Tashi.
En el libro Ascensiones, de Catherine Destivelle, vincula el término pasión con la infancia. Directamente, cierra la boca a Jung y a los acólitos de Jung. Ambas decidieron dedicarse a la montaña desde niñas y ambas se reconocen en la montaña como tales. Utilizamos el verbo en presente porque Chantal sigue viva no solo en el recuerdo, sino a través de una fundación para ayudar en la educación de niños nepaleses.
En cuanto al recuerdo, se le podría preguntar a muchos alpinistas españoles, pues volar por las cimas con los ibéricos para ella suponía sumar alas. Muchos de los grandes himalayistas españoles han coincidido con ella, e incluso uno de ellos se internó en su compañía, los dos solos, en el Tíbet, para ascender al Shisha Pangma en una actividad pirata. Carecía de permiso de las autoridades, como carecían de ningún otro material y víveres que no fueran los que podían portar en la mochila. Hicieron cima con el mono de plumas y dos latas de atún. Digámoslo de una vez, ahora, maldita sea: Chantal era una mujer preciosa. Debía romper muchos corazones, pero por dentro también era divina, con un corazón feérico, lleno de hadas y duendes. El fuego, el viento, la cumbre, la niebla y el hielo eran para ella seres vivos.
“Es necesario comprender la naturaleza”, decía Chantal, y ella lo hacía de un modo poético. Vivir en el paraíso tiene muchos puntos en común con Bájame una estrella, el libro legendario, ingenuo y libre de Miriam García Pascual. En los escritos de Catherine, sin embargo, late un ardor guerrero, porque son autobiográficos, no apuntes de campo. Catherine cuenta cómo aprendió a tragarse el dolor y confiesa que huye de las multitudes. A través del relato, y no de la confesión, deducimos que encuentra mucho de espiritualidad en la escalada. Hasta el punto de que el anhelo de libertad provocó que se fuera desprendiendo de material, poco a poco, hasta llegar a la práctica del solo integral. Escalar sin seguros parece una locura. Es una locura. Como lo es lanzarse en un jamelgo a desfacer entuertos por los campos de Castilla, siendo un viejo flacucho, y todos admiramos el tipo de locura de Don Quijote, que es la de aquel que lleva la linterna que nos alumbra dentro de la cueva que es este mundo bastante miserable; la locura de Alonso Quijano nos ha dado algunos de nuestros mejores momentos de lucidez.
Huir es necesario, pero conviene hacerlo sin cobardía. De ahí que ambas reflejen el paralelismo que encuentran en su actividad con la meditación, la búsqueda de la sabiduría, el sueño como bien inmaterial y eso que se llama desprenderse del ego, que es algo que Freud supo aplicar a modo de ciencia para el bien de las clases burguesas. Ellas prefieren el modo de los monjes del Tíbet y la terapia de la naturaleza, la paciencia y la poesía.
Aunque saben que han llegado hasta allí por culpa de la ebriedad. Lo suyo es una adición. Catherine, de hecho, tuvo que superar adiciones anteriores, algunas tan peligrosas como el póquer. Pero esa bulimia debe ser sanadora, y uno sabe que está sanando si escucha a sus propias sensaciones. En primer lugar, tiene que aprender a escucharlas. Y en las actividades de montaña es casi imposible eludirlas; así pues, no te queda más remedio que hacer de ellas tu mejor amigo. Aunque eso suponga que pierdas en garantías de calidad de vida, es decir, en confort.
“Los alpinistas con máscaras de oxígeno que intentan evolucionar en la altitud mágica del Himalaya y que se arriesgan a ser actores del instante, del presente, de la emoción, antes que espectadores”, escribió Chantal, que, para nuestra sorpresa, se muestra como una mujer que prefiere la vida contemplativa y, a ser posible, estando desnuda. Hay que tener mucho valor para soltarlo delante de tanta testosterona como corre hoy por el Himalaya, en primavera, en una época en la que el alpinismo se ha transformado en una actividad de competición.
Catherine, por su parte, comenta la necesidad imperiosa del dinero para llevar a cabo la pasión. Elige profesionalizarse, sí, pero sin dejar ninguna otra marca en su camino que no sea el imprescindible registro que le exigen sus patrocinadores. “Yo hago la cosecha y la siega”, escribe Chantal durante una de sus expediciones ligeras. Para ella queda, quizá, la idea de ir tan lejos como sea posible, “donde el viento sopla anónimo”. Para ello se distancia de la civilización, batalla por cada paso, por cada respiración en lugares sin fe ni ley.
Catherine reconoce que regresa diferente de cada aventura en esos campos de batalla y de labranza. En realidad, su pasión, el ejercicio de su pasión, a lo que más se asemeja es a ser crisálida. ¿Qué sucede mientras la oruga se transforma en mariposa? Los biólogos todavía no han conseguido descifrar el proceso, pero a la fuerza duele. Ser crisálida es muy doloroso, en el sentido en el que duelen las emociones cuando llegan al límite que podemos soportar: cuando nos estremecemos.
Catherine Destivelle llegó a ser, junto a Lyn Hill, la mejor escaladora del mundo. Pero quiso ser alpinista y se forjó una carrera en la que aterran las descripciones que hace sobre el estado de sus dedos, gruesos de pus por culpa del esfuerzo y el frío. Pero allí donde no llega otro sentimiento a ayudarte, llega la ira, esos diez minutos de ira al día que son tan sanos. Catherine es una persona que no consiente la deslealtad: “la vida de las pasiones rechaza toda coacción”, dice Chantal que dijo Yukio Mishima. “Escalo con las personas”, escribe Catherine. “Los recuerdos más bonitos que guardo de mis viajes a Nepal son las travesías de los pueblos”.
“No soporto tener miedo”, es, quizá, la frase más sorprendente de las que encontramos entre sus escritos. Y, sin embargo, se lanza a una escalada de un pico en la Antártida, donde un rescate es imposible, en compañía de su pareja de aventuras y de la aventura de vivir, Erik. Y se rompe la pierna en la cima, una fractura abierta, y a pesar de todo consigue descender y soporta tres días de angustia antes de ser evacuada en un avión Twin Otter, el único medio de rescate posible en miles y miles de kilómetros a la redonda.
A Catherine la vida le ha regalado algo que se truncó demasiado pronto en la de Chantal: junto a Erik, le acompaña ahora Víctor, su hijo. Ahora tiene otra manera de compartir sensaciones. Es madre, una emoción que el lugar común considera inigualable, aunque ser padre no tiene por qué ser vivido con menos intensidad y pasión que ayudar a crecer a tu hijo siendo mujer.
Lejos quedan aquellos triunfos juveniles en competiciones de escalada a las que acudía con más cabeza que corazón. Lejos quedan los accidentes que pudieron ser mortales y los vacíos expuestos, eso de jugarse el cuello. Lejos queda el haber sido la primera mujer en escalar 8a, el grado máximo en su momento. Lejos queda la convivencia con quien sigue siendo su amigo, Jeff Lowe, que le enseñó las técnicas de escalada en hielo. Quien quiera conocer un poco más sobre ella, encontrará vídeos, que le dejarán con la boca abierta, en varios canales de Internet.
Ahora se dedica a la divulgación, a intentar explicarse a sí misma y a intentar explicar a Chantal Mauduit a través de explicarse a sí misma. Como Chantal, Catherine es una mujer muy atractiva. Es por su carisma, su temperamento o su espiritualidad, es lo feérico o la otra pasión que no podemos dejar de sentir al margen de la apertura de grandes rutas en la montaña. Ambas mujeres han marcado una época en los corazones de los alpinistas. En gran medida, la equivalente a un barril de vodka, todos –hombres y, nos atreveríamos a decir que, también mujeres– nos hemos enamorado de ellas, porque han demostrado que belleza y libertad son la misma palabra.
Fuente: La línea del horizonte
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