La catedral y el niño
Eduardo
Blanco Amor
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2018
495
páginas
Dividida
en tres partes, como una sinfonía, la catedral del niño salta por encima de los
años de aprendizaje para mostrarnos cómo ha evolucionado el protagonista desde
la infancia a la primera madurez. Lo que relata afecta, sí, a la educación
sentimental, pero las elipsis son la parte más demoledora, aquella en que el
personaje tiene que aceptar. En la primera su desarraigo, el momento de la
despedida, que ejerce de manera automáticamente voluntaria, es decir, porque la
alternativa, permanecer en la aldea, es mucho peor a lo que sea que se le venga
encima. En la segunda porque se obvia el movimiento, de nuevo, entre ese
quitarse el peso de los años de internado, para aceptar su retorno a la aldea,
un lugar donde la catedral, figura alegórica, parece ocupar más espacio que el
resto de las casas de la tribu. La estructura, en ese sentido, nos recuerda a
la obra maestra de Julián Ayesta, Helena
o el mar del verano. Pero mientras Ayesta reducía delicadamente a los
huesos unas supuestas memorias, Eduardo Blanco Amor (Orense, 1987 – Vigo, 1979)
sigue otra escuela, la del barroco. Y lo hace de una manera espectacular. La
lectura de esta novela nos reconcilia con el estilo, con el exceso de estilo, y
le da sentido a su uso. En el prólogo Andrés Trapiello menciona a Valle Inclán,
el escritor que definió la literatura española del siglo XX, y menciona a
Clarín. Obvia a Gabriel Miró o a Azorín, escritores que en la distancia de la
novela no demuestran poseer los recursos de Blanco Amor.
Se
trata, pues, de una recuperación que agradecemos, y mucho. Detrás de todo ese
operativo prosístico están los personajes y las situaciones que podríamos
llamar costumbristas. Pero incluso las más duras están tratadas con un estilo
en el que no existe el daño, el rencor o la malherida. La prosa sirve para
reconciliarse. Es un proyecto estético en el que se involucra Blanco Amor con
intenciones humanas, no divinas. Escribe con todo el diccionario y recupera
palabras que nos resultan familiares, a pesar de que jamás las habíamos
escuchado. Prima la precisión entre todo este enredo de adjetivos y adverbios,
de metáforas sobresalientes, de frases tan musculadas como elásticas.
Y
mientras tanto el niño inocente, el niño querido por el autor, tanto como para
ser la voz del recuerdo, aprende a sobrevivir con una madre sola: “Se diría que
el sufrir sin eco ni reacción visible era su manera normal de existir; nunca
pude imaginármela entregada al goce de los sentidos o a la carcajada abierta,
ni tampoco al grito airado o a la irrupción brusca en el alma de los demás, ni
aun en esos momentos en que un gesto extremo puede decidir el rumbo de las
cosas y resolver su indecisión”. Hay un padre, sí, pero que les ha abandonado
en favor de otra familia, un energúmeno al que el protagonista será capaz de
hacer frente en la tercera parte de la obra, pero que en la infancia se ve
sometido. Como se ve sometido a todos los hábitos de la miseria social, de la
farsa social, representados, en buena medida, en la catedral y lo que se
extiende desde la catedral hasta los rezos privados en la oscuridad de las
camas.
Así
es Auria, la ciudad ficticia donde habita nuestro protagonista, una sociedad “regida
por beatas, por funcionarios del reino, por curas ignaros y por traficantes
venidos a más”. Una ciudad arquetípica de la primera mitad del siglo XX
español, que apenas cambió sus normas heredadas del siglo anterior. La huida
hacia el internado, el interludio, le llevará a conocer el precio del
compañerismo y todo su buen sabor. El sentido de la amistad crece y madura, y
de él se valdrá en su regreso a una ciudad que permanece tal y como él la
abandonó años antes. Apenas es capaz de modificar algo en su familia y de
reconocer el amor, incluido el homosexual. El resto, sigue el teatro propio de
la época, con su lucha entre progresistas y conservadores, rancia y un tanto
falsaria, que apenas conduce a nada dado que vive entre gente cuya única
intención es tener la razón, y para ello se valen de cualquier recurso, desde
la violencia a la autocompasión, pasando por la retórica. Blanco Amor comenzó
tarde a escribir prosa y solo nos dejó cinco novelas, tres en gallego y otras dos en castellano. Es una lástima. Por ahora, lo que podemos hacer es esperar un tiempo y
volver a leer esta La catedral y el niño,
pues es una de esas novelas a las que podemos abordar en más de una ocasión.
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