El viaje hacia el sur es el viaje hacia la felicidad, hacia el mar y el sol, hacia el tiempo de gracia que a cuentagotas nos ofrece la existencia. Por su parte, el viaje hacia el norte es el viaje hacia la libertad, hacia el desahogo económico, hacia la democracia, sea lo que sea ese término. Los dos viajes son en canal y por tanto comparten algo de sentido, pero alteran la dirección hacia polos opuestos. Esta novela, que se ha hecho con un buen puñado de premios, es un viaje hacia el norte. Por regla general, ese viaje clandestino hacia la libertad es oscuro o sucede durante la noche. En este caso,Colson Whitehead (Nueva York, 1969) sustituye la oscuridad de la noche por el viaje subterráneo. Sustituye las estrellas por la claustrofobia. Se imagina un ferrocarril pequeño que recorre unos túneles bajo el mapa del este de Estados Unidos. A ese ferrocarril solo tienen acceso los esclavos del sur, que se dirigen hacia el norte, sin que tengan la oportunidad de elegir qué parte del norte les tocará en suerte, pues el ferrocarril vagabundea sorteando las zonas de conflictos. Los diferentes ramales cumplen la función de improvisar para eludir a las patrullas que capturan a los cimarrones.
La pregunta que sobrevuela la obra, es en qué consiste un sistema que se sostiene permitiendo ese tipo de obra y ese tipo de caza, cuáles son los fundamentos económicos para que el país se desarrolle gracias a que a los cimarrones se les permite huir sin destino, una metáfora más de la crueldad de la holgura que se permiten los esclavistas. Tal vez porque quienes acuden al ferrocarril subterráneo pasan por los paisajes después de la batalla, y por tanto no pueden obtener ningún beneficio. La destrucción revoca también el futuro y con él las ilusiones. Whitehead redacta la novela como una relación de sucesos, que incluyen capturas y liberaciones, manipulaciones por parte de cada persona que interviene.La protagonista de la huida es, en este caso, una mujer marginada incluso por los de su raza, una mujer al borde de la locura o de la rebeldía patológica. Y aquí se termina la parte que se corresponde a la imaginación de la novela. El resto es testimonio sobre la crueldad y la estupidez, que en ciertos momentos de la historia, han sido puros hábitos, lo normal, lo cotidiano. La mutilación, la violación o el asesinato de esclavos es algo que hemos visto reflejado en sucesivas narraciones. Whitehead no rehúye de los tópicos: la fuga, los engaños, los cazadores, el blanco bueno, las patrullas tipo Ku Klus Klan, etc. Recopila, eso sí, de otras fuentes escenas semejantes a, por ejemplo, los santuarios de descanso donde se refugian los emigrantes que cruzan México de sur a norte, o el hombre con el collar de orejas que nos remite, por ejemplo, a Cormac MacCarthy, aunque a Whitehead le falta la pegada que tiene el ya clásico americano. Luego regresa a las escuelas para negras analfabetas, a la abuela compasiva, a los ladrones de cadáveres y a las imágenes más escabrosas de las matanzas.
En buena medida, uno tiene la impresión de que Whitehead podría haber arriesgado más. Pero también es cierto que ateniéndose a lo que todo el mundo conoce, vuelve a reclamar la lucha por los derechos humanos y esa afrenta sin fin que es la privación de la dignidad, algo frente a lo que probablemente muchos prefieran la muerte.
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