Escritos sobre naturaleza
John
Muir
Traducción
de Ernesto Estrella Cózar y Carlos Estrella Cózar
Capitán
Swing
Madrid,
2018
402
páginas
“Aquí
arriba no hay dolor”. En realidad, ese es el proyecto de John Muir (Dunbar,
Reino Unido, 1838 – Los Ángeles, EE.UU., 1914), y sus escritos no son sino
parte de su proyecto. Que alguien tenga un proyecto de vida en el que busque el
lugar donde no hay dolor para mostrarlo a los demás, es tan loable como
hermoso. Es ingenuo. Lo que ocurre, hablando ya en términos de escritura, es que
todavía nadie ha estudiado y sabido valorar la ingenuidad como criterio
artístico, divulgativo, literario. Se trata de uno de los parámetros con los
que resulta más fácil acertar a la hora de definir obras maestras. La
ingenuidad está presente en cada línea de El
Quijote y de Alfanhuí, en Hamlet y en la familia que protagoniza Mientras agonizo. Mientras otros se
enzarzan en buscar tres o cinco pies al gato, en vanguardias, transvanguardias
y metavanguardias, en rizomas y géneros híbridos, en posiciones de alto copete
intelectual, en digresiones que no harán del mundo un lugar mejor, la
ingenuidad nos ayudará a soportar el peso de la vida y la literatura es uno de
los cauces a través de la que vivirla.
“Poco
pueden decir a aquellos que nunca han visto un ámbito salvaje como este ni han
aprendido a leerlo como el que aprende un idioma. Aquí arriba no hay dolor, no
hay horas vacías y grises, no hay miedo al pasado ni temor hacia el futuro”,
dice John Muir, desde lo alto de una montaña. Comenta Robert Macfarlane que
Muir sería el tercer eje sobre el que gira la defensa de la naturaleza en
Estados Unidos, junto a Emerson y Thoreau. También comenta, sin mencionar la
palabra, que Muir es más ingenuo, es decir, que escribe con más libertad, como
si temiera menos la disección de los críticos literarios. De hecho, le importa
bastante poco. En algunos momentos, nos recuerda a W.H. Hudson. Pero en casi
todos a la espontaneidad de una charla improvisada al calor de la lumbre, en la
que da cuenta de los pasos recorridos por los bosques sin preocuparse por
utilizar tantas palabras del diccionario como sea posible. Se trata de un
escritor puramente oral, entusiasta. Y ante el entusiasmo uno no está pendiente
de deslumbrar con un adverbio.
El
libro está divido en cuatro apartados. El primero dedicado a su educación
sentimental, a las emociones vividas en la naturaleza de su Escocia natal y sus
primeros años en una granja americana, a donde llegó con apenas once, a punto
de romper la pubertad. El Muir niño juega. Juega a trepar, juega a la guerra,
juega a ir de excursión, actividades todas que le sanan de la educación
reglada. Y además sueña. Cuando le comunican que se dirigen a Wisconsin, a
buscar un terreno virgen donde comenzar una nueva vida, los mecanismos del
sueño de libertad se ponen a trabajar a todo trapo. Muir se conmueve y no puede
callarlo. A lo que más se parecen sus fascinaciones es a las de la música. Pero
él las siente con todo el cuerpo a la vez y las comparte, porque la amistad
será otro de los pilares de lo que va aprendiendo. Conoce a las criaturas del
bosque, en principio casi como fenómenos feéricos, y posteriormente con la
mirada del naturalista. Y mientras tanto hace callo en eso de ser campesino,
sufre las enfermedades del colono, los fenómenos atmosféricos y defiende al
débil.
La
segunda parte, un relato de un viaje a pie a lo largo de un verano, un joven
adulto va a la montaña y descubre que la naturaleza nos hace mejores. Se
muestra con inquietudes de botánico y en cierta manera de documentalista. Pero
no ha ido solo de paseo. Es pastor y ese oficio contiene dureza y una dosis
metafórica de romanticismo, una veta que sabe explotar. Están los animales,
sobre todo los pájaros y los mamíferos. Y luego los indios, a quienes se acerca
sin ningún ánimo de etnólogo, con el único fin de iniciar nuevas amistades. Y
todo es un canto a la Creación, porque, no nos deja olvidarlo, Muir cree en
Dios. Aunque en buena medida él crea a Dios, al buen Dios que fue el que generó
las montañas y los bosques y se olvidó de las guerras y la peste. Ese Dios es
el paisaje, o en el paisaje lo ve reflejado. Pues con frecuencia, Muir atribuye
cualidades éticas a los lugares, a la naturaleza. Si escribe, es para renovar
ese viaje, para revivir los buenos sentimientos que le despertaron los mejores
parajes. Si escribe es porque se sabe mortal y quiere dejar testimonio, porque
si existe la muerte, a la fuerza debe existir la eternidad, ese Dios que él
inventa, ese que dicta que existe una buena manera de combatir la depresión,
una manera al alcance de todos, que se llama soñar.
El
libro termina con una bonita elegía a un perrito que le acompañó durante un
viaje a Alaska, recorriendo la naturaleza indómita, los glaciares y las grietas
de los glaciares, los lagos helados y los valles y montes donde la
supervivencia apenas da pie a pensar en otra cosa que no sea el paso siguiente.
El perro es una proyección de los mejores valores que puede tener no solo un
fiel animal, sino el mejor de los amigos. Finalmente, cerramos tras leer unos
ensayos en los que hace una defensa cerrada de la naturaleza, de los grandes
árboles y de la lana de oveja salvaje, algo que sigue vigente. Muir no sabía
nada sobre el producto interior bruto, pero sin duda está reclamando que la
conservación de la naturaleza sea un parámetro del mismo, que entre en las
valoraciones económicas, si no queda otro remedio para salvar a las grandes
secoyas. Este es el primer volumen sobre sus escritos que se nos anuncia
publicará Capitán Swing. Otras editoriales están recuperando parte de la obra
de Muir a quien, por fin, se le valora en este país, cien años después de su
muerte. Bienvenido a nuestras vidas, John.
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