Viaje al Macondo real
Alberto
Salcedo Ramos
Pepitas
de calabaza
Logroño,
2016
320
páginas
El
centro del universo es ese lugar que está en ocasiones en nuestro paladar y en
otras, unos segundos más tarde, en el estómago. Ahí dentro no sucede nada digno
de relatar, porque el hedonismo no es un manantial de géneros narrativos. Sin
embargo, a medida que nos alejamos de ese centro surgen los relatos, más y más
historias. Hasta el punto de que en la periferia, allí donde acaba el universo
conocido, al borde de la Nada, lo que sucede ya no son anécdotas o versiones
más o menos lúcidas, más o menos interesantes de la vida. Allí lo que ocurre
son dramas.
Allí
eso que se conoce como aldea global tiene más de aldea que de global. Puede que
en un quiosco te vendan Coca-Cola o una cerveza, pero la historia de la familia
del quiosquero no será la misma que la del habitante de raza media de un barrio
de Valladolid. En las aldeas, como en Macondo, las leyes se construyen sobre sí
mismas, sobre el suelo de laterita, los chaparrones de ranas, el paso del
tiempo que pierde un orden cronológico o un sentido de patria geográfico que
nada tiene que ver con la continuidad del territorio en el mapa. Por ejemplo,
la patria de Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla, Colombia, 1963) tiene que ver
con el idioma común que se habla en México, El Salvador o la selva del país que
le dio un pasaporte. Dotado de un oído tan exquisito como los grandes
escritores colombianos –García Márquez, Álvaro Mutis, Fernando Vallejo, etc.-,
Salcedo Ramos no se inventa esas aldeas. Las visita. De esta forma esa prosa
caribeña, esas metáforas, ese ritmo, está al servicio de un realismo social que
da voz a los pobres. Como debe hacer cualquier persona honesta.
En
esta recopilación de artículos que es Viaje
al Macondo real, el primer bloque se centra en personajes concretos. La
mayoría de ellos se distinguen por haber sido pendencieros, peleones, bravos,
salidos del arroyo y ahora difuminados tras un paso efímero por los tabloides.
Salcedo Ramos no se limita a entrevistarles, les conoce, pasa un tiempo con
ellos. Y así es como surgen unos perfiles que en nada tienen que envidiar a los
de Leila Guerriero o Alma Guillermoprieto.
Los
personajes que copan el segundo bloque son seres solitarios, en el sentido en
que nadie ha sabido de su existencia, fuera de un círculo familiar, local. Un
bufón que se gana la vida contando chistes en los velatorios, un equipo de
fútbol de travestis incapaces de darle al balón con el pie, un boxeador cuya
victoria, tras recibir una paliza, es poder pagar la deuda que mantiene con el
colegio donde está escolarizada su hija. El cariño hacia los perdedores nos
habla de la dignidad de la derrota. Y ese es un asunto al que deberíamos
prestar más atención cuando celebramos cualquier éxito: porque siempre hay un
damnificado.
Finalmente,
agrupa unas crónicas que ya no se atienen a un personaje, sino a un coro. Una
aldea masacrada, que es una de las crónicas más estremecedoras que se han
escrito, para estómagos valientes, da inicio a estos episodios. Es en ellos
donde se nos habla de Macondo real, de la aldea que, se dice, inspiró a García
Márquez, convertida en un parque temático. Pero esa crónica sigue siendo una
anécdota, como lo demuestra el compararla con la reseña de los mutilados por
minas antipersona que todavía se esconden en ciertos senderos del país. Viaje al Macondo real es un libro que
deberían leer no solo los aficionados al periodismo. Es un ejercicio literario
de altura, de grandeza, entre otras cosas porque no hay nada más grande que
ponerse del lado de los perdedores, y además hacerlo con un proyecto moral que
es la fuente de la que bebe su gran estilo.
Fuente: Culturamas
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