Mi
refugio y mi tormenta
Arundhati
Roy
Traducción
de Catalina Martínez Muñoz
Alfagura
Barcelona,
2025
424
páginas
El
título original de este libro, tan valiente como hermoso y duro, es un
fragmento de Let it Be, la canción de los Beatles: Mother Mary Comes
to Me. El verso es un rezo, pero Arundhati Roy (Shillong, 1959) lo elige
para remitirnos, directamente, al impulso que da pie a la obra, que no es otro
que la muerte de su madre, de nombre Mary, y la reconciliación con la memoria. Las
primeras páginas nos hablarán bien a las claras sobre la necesidad de saldar
deudas, de retratar a una madre a la que cabe comprender, porque fue víctima,
pero también reprochar, porque fue victimario. Cualquiera que se haya
aproximado a un autor que busca cauterizar a través de la literatura, sabrá que
ese empeño está condenado al fracaso como estrategia sanadora, pero puede dar
pie a algunas de las obras más impactantes que hemos leído. Roy es consciente
de ello, pero no se detiene ante la emoción, que es siempre inmediata, ni ante
los riesgos de navegar por la memoria, que siempre atañe al pasado, a los
miedos y a las alegrías. «Salvar el abismo que separa el legado de amor (…) y
las espinas que clavó en mí, como pequeños flotadores en mi torrente sanguíneo»,
confiesa.
Tras
el retrato en que se combinan las espinas, los abismos y lo que nos rescata del
hundimiento, Roy se enfrenta a su autobiografía, en la que la lucha y la
resiliencia cobran un protagonismo que nos lleva a pensar que nos hallamos
frente a alguien que sí, que esta vez sí tiene algo que contar. Parte de unos
hechos que nos golpean con tanta dureza que a veces nos pueden llevar incluso a
pensar en Mohamed Chukri. Los conflictos no son únicamente sentimentales, como
sucede al confrontar sus recuerdos con los sentimientos contradictorios que le
provoca hablar de su madre. Ahora los conflictos nos remiten a la
supervivencia, una navegación que ella parece haber afrontado con un espíritu en
el que el anhelo de libertad, de sinceridad, parece estar destilado en la misma
fábrica que la canción de los Beatles. Roy nos recuerda, una y otra vez, que el
aprendizaje está vinculado al dolor, pero que no huir del dolor supone que
alcanzaremos momentos mágicos, de esos que nos recuerdan que vivir es algo que
merece, y mucho, la pena.
A
lo largo de la narración, que nos entrega en capítulos breves, de lectura tan sencilla
como atractiva, surca siempre el tema de la familia: el padre ausente que
termina apareciendo, el hermano querido, la madre que ha impuesto su ley sin
dejar de poner en marcha un proyecto social y educativo en Kerala. La madre
será, de forma casi inevitable, el registro por el que tome la medida a casi
cualquier cosa. Incluido el éxito que termina por llegar con la publicación de El
Dios de las pequeñas cosas, una obra que nos vemos casi obligados a revisar
tras esta lectura, porque seguro que hallamos claves nuevas, claves que, en
este caso, nos remiten a términos de humanidad. En esa humanidad atenderemos a
los desengaños, los ideales y a la factura que pasa el no tener más remedio que
hacerse a uno mismo. Algo que no se detiene ni siquiera cuando se transforma en
una activista, en defensora de los más débiles, de causas que sabemos perdidas.
El ideario político y social será el combustible que siga poniendo en marcha su
motor, hasta que regresa a la madre, en un final que intenta ser testimonial,
pero mantiene su pulso con las emociones: «Estoy tomando un medicamento para la
tristeza», dice su madre cuando le recetan un antidepresivo. La idealización,
la ingenuidad libre que da el no guardar rencor, unido al buen pulso narrativo,
hacen de Mi refugio y mi tristeza una obra maestra del género testimonial:
«Hoy, sin embargo, doy gracias por ese regalo de oscuridad. He aprendido a
tenerla cerca, a cartografiarla, a tamizar sus sombras, a contemplarla hasta
que se me han revelado sus secretos. Y también a resultado ser un camino hacia
la libertad».
Fuente: Zenda

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