Escasas resonancias
Ricardo
Martínez Llorca
Cartográphica
Recortada contra el pie del
cielo, la pequeña bahía mostraba una silueta puntiaguda bañada por una luz de
cobre líquido. El aire de la mañana se había hecho espuma, y entre esas
transparencias tan dudosas destacaba la figura de un adolescente envuelto en
sedas rosas, celestes y blancas que ondeaban acatando los caprichos del viento.
En ese instante, el intruso -un viajero con afán de ser invisible e
insobornable voluntad de observador- considera que ha encontrado otro retazo de
pura belleza. El ser mirífico se acerca al borde del arrecife envuelto en un
silencio de seda y espuma, y en la frontera del continente con el mar se
detiene para respirar el espacio que le desliga del difuso horizonte. A pesar
de la distancia que les separa, el intruso llega a apreciar la intensidad del
cobre, hecho luz, que se aprieta en la piel del adolescente. Las palmeras nadan
en una brisa sencilla que maneja las sombras sobre el suelo, mientras el tiempo
se desgrana con una continuidad sin fatiga. Es entonces cuando uno de los
pescadores de Kerala se acerca al intruso por la espalda para pedirle un
cigarro. Los ojos del pescador no ocultan un matiz de desengaño cuando recibe
una respuesta negativa; aquel extranjero se ha quedado sin tabaco al acceder a
las peticiones de todos los pescadores de piel lustrosa que se ha encontrado
por el camino. Cuando el intruso vuelve a mirar hacia el lugar donde se
encontraba el ser magnífico, de aspecto tan vinculado a las mitologías
orientales, éste ha desaparecido. Y en ese momento escupe una maldición.
Al igual que la había escupido
tras alejarme de “El Pequeño Tíbet”, esa zona del norte de la India donde
impera una austeridad sin oxígeno, la cual confiere al paisaje y a los pulmones
una limpieza desmesurada que hace saltar el resorte de la lucidez en alguna
parte de la mente. Allí, a cuatro mil metros de altura, los hombres muestran
sus atributos más mortales pese a lo próximos que se encuentran de los dioses.
De todas las piezas que componen los rostros de las razas del Tíbet, la más
expresiva, la más amplia, sin duda es la que hace rodar la boca hacia una
sonrisa.
Recuerdo haber espetado
maldiciones al abandonar Jaisalmer. Visité la ciudad amurallada en verano,
cuando el calor del centro de la jornada roza los cincuenta grados. Fueron
aquellos los días en que rompí mi rutina del mediodía, una rutina a la que me
había empujado el calor caldoso y húmedo de otras regiones de la India: me
encerraba durante varias horas en la habitación del hotel, y allí, bajo las
aspas herrumbrosas de los ventiladores, leía las aventuras del alma humana que
recreó Conrad, y la desolada descripción de este país que hace Naipaul. En
Jaisalmer, sin embargo, dediqué los momentos más infernales del día a recorrer
las estrechas calles en soledad. Nadie más paseaba entre los ecos de las
piedras. Todo aquel silencio mineral era para mí. La luz se intensificaba hasta
el punto de borrar los colores anaranjados, ocres y tierras de los muros. Tanta
saturación de claridad sólo es posible bajo el cielo más diáfano de la
creación, que es el cielo del desierto.
Tal vez la mayor de las
maldiciones que proferí en la India, la escupí mientras subía al autobús que me
alejaría, definitivamente, del bazar de Hampi y las ruinas de Vijayanagar. Pocas
áreas existen en el mundo donde puedas moverte con más libertad. En aquellas
hectáreas de colinas, arbustos y arena, las rocas que el hombre transformó en
su día en hogares y templos se reúnen con las abruptas creaciones inorgánicas
de la naturaleza. La atmósfera es nebulosa y los senderos carecen del rigor de
las calles de una ciudad en la que habitaron medio millón de personas.
Pastores, mujeres transportando haces de leña y cántaros de agua, búfalos
tripudos con articulaciones angulosas y niños jugando a esconderse, conforman
el paisaje vivo que va apareciendo, de a poco, ante los ojos del caminante.
Estos pequeños lugares son los
grandes recuerdos que el intruso se lleva de la India. Allí transcurrieron unos
meses de su vida en los que pudo observar ciudades convertidas en estercoleros.
La basura se acumula en las calles, fundiéndose con la añeja polución de
combustibles quemados que producen un humo grueso y ácido; el ruido hiere los
centros nerviosos hasta irritar ese espanto sin ambages que todos tenemos
dentro. La escasez ha eliminado el orgullo de gran parte de la población del
país, y entre escupitajos de betel, secos y granates, se cultiva una
resignación donde crecen las infecciones y la miseria. Las bolsas de plástico,
sucias, amenazan con cubrir toda la superficie del subcontinente. En las
atestadas estaciones de autobuses, el intruso ha visto a la gente
atropellándose sin conmiseración para acceder a un vehículo: ha visto ancianos
pisoteados y bebés estrujados al utilizarlos sus madres como herramientas para
empujar. Y ha visto caos y mugre; mucha mugre. Al tiempo que presencia estas
escenas, el intruso considera que este país cada día se aleja más de su mito,
de su hermosura oriental, de la silueta en calma de la meditación, de Gandhi y
de Tagore.
“En la India existen dos tipos de
yoga”, le comenta al intruso un joven de la costa de Kerala que acaba de
intentar venderle una cesta de pescado, tras percibir que el extranjero está
mirando a una gente ejecutar una sesión de yoga sobre las arenas de la playa,
con un crepúsculo de sangre como telón de fondo: “el yoga de verdad y el yoga
para turistas, y el yoga de verdad hace tiempo que ha dejado de existir”. Al
igual que el yoga, muchas cosas reales en la India parecen haber dejado de
existir.
Y así, el intruso regresará a su
lugar con un recuerdo poco embriagador de la India. Cuatro secuencias, sin
embargo, serán suficiente para inundar los reflejos de sus ojos; el intruso
retornará con la memoria preñada de la imagen del sublime ser mitológico, de la
voluptuosa austeridad sin oxígeno del Himalaya, de los ecos silenciosos de las
piedras ardientes y de la libertad envuelta en una luz de harina. Acaso sean
estas escasas resonancias, que se perpetúan entre nuestras invocaciones, las
que hacen de este país todavía hoy uno de los clásicos destinos a los que se
dirigen los intrusos.
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