Un
crepúsculo perdido
Ricardo Martínez Llorca
Cartográphica
En la linde del barrio de
Lulamba, en la ciudad de Chingola, se encuentra una colina que parece la coraza
gris de un monstruo muerto. Desde lo alto se puede contemplar la corteza tensa,
dura y ocre de Zambia. En torno al paisaje, y a lo lejos, el horizonte se borra
con el vaho de la luz. Allí arriba, un silencio de aire se agarra a los oídos.
Desde el primer día de mi estancia en Chingola,
todas las tardes trepé a lo más alto de la colina con intención de fotografiar
los crepúsculos. Alguien puede afirmar que, en consecuencia, debo de sentir
cierta obsesión por el ocaso; jamás pensaré en negarlo. En Zambia el día
finaliza sin sedimentos: el sol cae a la velocidad de una guillotina y por un
segundo triplica su tamaño y se hincha de un color rojo purísimo. En el cielo,
la mutación del día a la noche se opera con la belleza de una exactitud
mitológica, dejando, para nuestro consuelo, un instante anaranjado y horizontal
por el oeste. Así, cada una de las quince tardes que me albergué en Chingola,
cuando percibía que el sol comenzaba a caer, corría en dirección al lugar donde
me hospedaba, en la linde del barrio de Lulamba, recogía mi cámara, y luego
saltaba sobre las piedras y matas que se interponían en mi camino hasta lo más
alto de la colina coriácea. Nunca llegué a tiempo de fotografiar el atardecer.
Las escasas instantáneas que conservo de aquellos momentos las obtuve antes o
después de alcanzar la cima, y no reflejan ese segundo en que toda la verdad
del infinito se hace belleza.
En una de las ocasiones, durante el regreso me
detuve para conseguir alguna estampa clandestina de los niños que me habían
seguido, imagino que intrigados por la absurda carrera ladera arriba que se
acababa de pegar un musungu apurado
mientras cambiaba el carrete de su cámara. Entonces dos jóvenes se me acercaron
por la espalda, uno de ellos tocado con un mandil de carnicero en el que se
secaban mórbidos churretones de sangre.
-Oye,
musungu –dijo el carnicero, sacando
la mano derecha de detrás de su espalda y mostrando un cuchillo de hoja ancha y
mellada-, ¿no has pensado que puedes molestar a la gente? ¿Por qué haces
fotografías sin pedir permiso? ¿Son para ti o vas a publicarlas?
En
el tiempo que tardaba en tragar saliva, tuve que tirar una moneda imaginaria al
aire para acertar con la respuesta adecuada:
-Son
para mí –respondí.
-Está
bien, hasta luego.
A continuación giraron
sobre sus talones y comenzaron a alejarse mientras musitaban entre dientes. A
los pocos pasos se detuvieron para llamarme:
-¡Musungu!
-¿Qué?
-¿Te importaría hacernos
una foto a nosotros también?
Cuando
repaso mis cuadernos de aquel viaje, compruebo que todas las noches, bajo un
filamento de luz inestable, busqué una descripción apropiada para aquellos
fugaces momentos entre luces. Siempre he tenido presente la media docena de
páginas que en su libro “Tristes Trópicos”,
dedica Lévi-Strauss a la descripción de un atardecer; son, sin duda, los peores
párrafos de su obra. Sólo la poesía puede tener éxito a la hora de describir un
relámpago de divinidad. Mis diarios de Zambia están cargados de metáforas
fallidas, tachaduras y enfadosas acumulaciones de adjetivos. Todo ello sazonado
con una falta de ritmo alarmante para un viajero que pisa África, el continente
donde la música reconoce su origen. Sólo la buena poesía es apta para retratar
la belleza.
Creo que al abandonar aquel
rincón de Zambia para buscar otros parajes, perdí para siempre un crepúsculo de
Génesis.
Con frecuencia considero
que hay más verdad en cualquiera de los cinco sentidos que en el conjunto de la
ciencia, que todo lo que se puede registrar en la historia es insignificante
frente al olor de la canela, y que las leyes morales suplantan el lugar que
debería ocupar la lírica. Hay más certezas en la piel que en la lógica.
Una vez alejada en el
pretérito el África indómita, el continente de los exploradores del siglo
pasado y los cazadores de la primera mitad del XX, el encanto de África se
encuentra en unas sensaciones en estado latente y crudo: en su lírica, en su
piel y en su olor, y el resumen de todas ellas que es el sol enorme y
sangriento de los crepúsculos.
Al principio me resultaba
imposible imaginar que si iba a sentir añoranza por algo al abandonar Zambia sería
por estos instantes, y no por disfrutar y vencer la media docena de anécdotas
que todo viajero recoge al aterrizar en África. La primera que yo padecí fue la
risa estruendosa y redonda del taxista rechoncho que me había guiado hasta el
mostrador de cambio de moneda del aeropuerto. Allí presenté un billete de
cincuenta dólares, el más pequeño que tenía encima. Un joven flaco y nervudo lo
asió en un movimiento fugaz, y me respondió colocando sobre la fornica pilas de
un papel pardo y usado, de tacto viscoso, que se iba acumulando de manera tal
que mis bolsillos y carteras estaban ya repletos cuando todavía no había
guardado la mitad del cambio. Tuve que pedir una bolsa de supermercado, de
papel marrón y sin asas, que llevé bajo el brazo hasta el taxi. Durante el
viaje en coche la transporté entre las piernas, mientras prestaba atención a la
sonrisa ostentosa pero nada vil del conductor, quien había fijado su atención
en mi imagen en el espejo retrovisor, olvidándose de los otros vehículos y de
la tapa del capó que botaba peligrosamente al estar mal sujeta por una correa
de persiana. Recorrimos todos los Holiday
Inn de la ciudad, esos hoteles de lujo tan sospechosos, antes de parar en
uno más modesto donde el recepcionista, alto, guapo y serio, asintió ante las
risas del taxista que le explicaba mis avatares con la moneda del país. Con la
mochila repleta de billetes de cien kwachas
emprendería, al día siguiente, mi viaje por el Copperbelt, el cinturón de minas
de cobre de Zambia.
Quizás nunca regrese a
África, el continente madre en el que los antropólogos y ecologistas parecen
haber tomado el lugar de los exploradores y cazadores, ese lugar donde
predomina un color de piel que no es el propio, provocando un ineficaz
cansancio de tener raza y el deseo de comunicar el placer de mestizaje. Desde aquel
verano, no he dejado de sentir nostalgia por esos crepúsculos veloces y
perdidos que caen tan lejos de la mirada del europeo, una mirada llena de los
escombros de eso que se conoce como civilización.
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