El Tao del viajero
Paul Theroux
Traducción de Ezequiel
Martínez Llorente
Alfaguara
Junio, 2012
388 páginas
He aquí
un libro feliz. Paul Theroux (Medford, Massachusetts, 1941) nos regala una obra
de reflexiones, propias y ajenas, sobre el viaje, que constituyen uno de los
textos mejores que puede leer quien pretenda huir de la cárcel de la vida
cotidiana. Este libro es un regalo para la inteligencia y una desmitificación
de la versión legendaria del escritor viajero o del viajero que escribe. Es
posible que Theroux no sea un gran novelista, a pesar de los aciertos que
contiene La costa de los Mosquitos,
pero es, sin duda, uno de los escritores de libros de viajes con más tablas y
que mejor valora la distancia que debe existir entre el viajero y lo viajado.
Siempre contenido, siempre observando, siempre aprendiendo, siempre a la
búsqueda del desplazamiento en tren, donde no aparece la fiebre de la carretera
ni el apagón espacial que suponen los aviones. Y ahora, por fin, tratando de
colocar en orden las tensiones de tantas terapias. Porque el escritor viajero
debe conciliar los dos extremos de la vida humana, el del ser sedentario
enfrascado en una labor intelectual, con el del nómada. Y ambas, confiesa, las
ejecuta por motivos bastante poco prácticos, que son los que, finalmente, nos
distinguen de los animales.
En este
libro, Theroux resume su forma de mirar, que es pensamiento. Porque en los ojos
encuentra todo un ideario, el que refleja su estilo sin exceso de estilo,
limpio y explicativo. Entre las versiones que puede tomar la prosa, Theroux, un
lector estupendo, elige la del narrador frente a la del poeta. No concentra sus
ideas, sino que se toma su tiempo para explicarse. De ahí que elija la
enumeración como forma de desarrollar sus aclaraciones, en veintisiete
capítulos que configuran el poliedro del viaje y las preocupaciones del autor,
las que llevan a distinguir al viajero del que practica otra forma de
desplazamiento por el planeta, especialmente la del turista.
El libro
se inicia con extractos de sus obras en las que pretende definir el viaje, para
pasar a intentar detallar el espíritu del viajero que se considera el ombligo
del mundo. A continuación busca retomar la idea del tren como desplazamiento
embaucador con una aclaración que nos remite a Ana Karenina: “Todos los vuelos son iguales; todos los viajes en
tren difieren”. Después se centra en la sinceridad del viaje y en las razones
para narrarlo. Para explicar que el tiempo del viaje es diferente y que por
tanto el tiempo no es una dimensión, ofrece una relación de viajeros escritores
a los que admira. Menciona la conveniencia de viajar ligero, antes de centrarse
en las monomanías que nos colocan al filo de la cordura. Luego habla del miedo
a la soledad, porque viajar no es divertido en el sentido en que es divertida
la risa. Pasa a comentar la pasión sin límites, reflejada en distintas odiseas,
la sensación de ser extranjero en su propia tierra, la dificultad de no
sentirse turista cuando es inevitable saberse forastero. Elogia el ritmo del
caminante y también las grandes hazañas y la excentricidad del retiro
voluntario. No se olvida de la fantasía ni de la gastronomía repulsiva, ni de
los reporteros de guerra. Recomienda leer viajes en los que los viajeros
sufrieron el encuentro. Se enamora de los monstruos y las exageraciones sobre
seres que no se han conocido y lugares que no se han visitado, porque
necesitamos la fantasía. Comenta la fascinación de un cierto enclave, el viaje
sin movimiento que es el conocimiento interior, y que proviene de la disección
del destino. Desaconseja guiarse por nombres sugerentes y refleja que, con
todo, siempre queda algo por ver. Por último relata alguna anécdota, momentos
de plenitud, y resume en diez puntos su personal Tao del viajero, del que cabe
destacar el último: haz algún amigo. Porque es la gente la que da sentido al
viaje. Es de la gente, del otro, de quien aprenderemos la liturgia del viaje,
el respeto. Y así el viajero obtendrá lo que todos, en definitiva, estamos
deseando obtener para el resto de nuestros días: unas pequeñas dosis de reposo.
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