El abrigo de Thomas Mann. Golo
Mann y sus amigos españoles
Juan
Luis Conde
Reino
de Cordelia
Madrid,
2016
286
páginas
Para
eludir cualquier mal olor a despedida, mientras agitas una mano al aire en
señal de adiós, la otra la guardas en el bolsillo, donde escondes un amuleto de
tu infancia o de tu juventud, que aprietas fuerte para aferrarte a la sensación
de que a pesar del instante, conservas contigo tu universo intacto. Ese
ejercicio conviene ponerlo en práctica de vez en cuando, para asegurarnos de
que la memoria es un ejercicio del presente, pero aquel que se marchó, que solo
habita allí, en un ángulo de sol de la memoria, se marchó para siempre y para
siempre habrá merecido la pena haberle conocido. Despedirse es una derrota. No
despedirse es la caída en el infierno. Por eso, con la sabiduría que heredó del
“hijo feo” de Thomas Mann, el historiador Golo Mann, Juan Luis Conde (Ciudad
Rodrigo, 1959) vuelve a apretar su fetiche en el bolsillo y ejecuta un
ejercicio de despedida, un testimonio que demuestra que lo más profundo está a
flor de piel. A Golo Mann, no cabe duda, le hubiera encantado leer este libro.
En él se da cuenta de la falta de respeto hacia sus últimas voluntades por
parte de sus herederos o albaceas, y contra ellos se rebela Juan Luis Conde
sacrificando lo que hubiera de gloria en Golo Mann, que fue mucha, por una
descripción minuciosa de sus paseos. El respeto hacia su figura no lo obtenemos
por una enumeración de destellos de ingenio, por un dibujo de alguien que nos
deslumbra. No. Aunque sí aparecen pequeñas dosis de consejos hacia el autor, en
forma de notas sobre el amor, la juventud y la vejez o la aventura que es
vivir, donde se da fe de la sabiduría de Golo Mann es en la precisión con que
se describe la intensidad suave, pero firme, durante unos paseos de
octogenario, agarrado a sus bastones mientras sube las cuestas de un valle
alpino.
¿Qué
llevó a Juan Luis Conde a compartir una década de su vida con Golo Mann? Si nos
atenemos a los acontecimientos, fue casi una casualidad bohemia, una
oportunidad que les salió al paso a unos jóvenes que trataban de ganarse unos
cuartos en Suiza antes de regresar a España para, en el caso del autor,
sacrificar un año en el servicio militar. Pero las casualidades no existen. La
suerte nos la hacemos. Y en este caso, Juan Luis Conde nos ofrece un libro que
trata a conciencia ese momento descabellado, intenso, dramático e incierto, que
empieza con sabor a gloria cuando uno recoge su título de licenciado. La vida
académica, en este caso dedicada a la filología clásica en su capítulo
universitario, ha finalizado, y ahora lo que toca es hacerse mayor. Y eso que
comienza con euforia a los dos días se ha transformado en miedo a vivir.
Para
echar más leña al fuego, Juan Luis Conde sale disparado de una ciudad media
española en la que no faltan las miserias, una ciudad trazada con cartabón
mellado, según sus palabras, por la que ningún visitante se perdería, y que va
devorando al conjunto monumental. Existe una Salamanca, sí, que concita cierto
respeto de los académicos, “pero solo la otra es real”, afirma, antes de
comentar que para los habitantes de esta ciudad la degustación de las
criadillas de marrano es la más refinada de las experiencias. No se puede estar
más de acuerdo. Hay que salir o vivir de espaldas a la vanidad de esas
ciudades. En su caso, para topar con un viejo gruñón, misántropo, que reniega
de su apellido y admite cuatro nacionalidades, que desearía ser recordado por
su obra y sus amistades y no por ser el hijo feo de Thomas Mann, alguien que en
Alemania es de por sí un género literario. Una aseveración que tal vez no sea
un elogio. Un anciano que está enamorado de un joven mexicano, un tipo muy
magnético y que desde la distancia admira a España, un país que, para Juan Luis
Conde, es o era una caricatura. No hay que olvidar que nos estamos situando en
la década de los ochenta, durante la consolidación de la transición o el
triunfo del PSOE y otra serie de acontecimientos que se reflejan en la
narración autobiográfica, porque ni Juan Luis Conde ni sus amigos, entre los
que destaca su hermano pequeño, son impermeables a los acontecimientos sociales
de un país por el que no saben si merece la pena luchar. Esa ignorancia es
parte de lo difícil que es salir de la crisálida para hacerse adulto.
El
grupo afín al autor, según él nos va relatando, tiene a la razón por refugio
contra la ignorancia. Sin embargo, de Golo Mann va aprendiendo la sabiduría del
instinto. Ese saber escuchar a todas las células del cuerpo, que saben cosas
que el cerebro ignora. Y que vienen, sí, de la experiencia de vivir. En lugar
de entretenerse en detalles más propios de libro de autoayuda, Juan Luis Conde
recurre a la forma de ficción verdadera. El libro podría ser, perfectamente,
una novela, si cambiáramos los nombres por otros figurados. Una de esas novelas
que te llevan a las lágrimas en los párrafos finales. Porque es sorprendente en
un autor como Juan Luis Conde, un intelectual que nos ha dado libros de
aventura barrocos, como Hielo negro,
ensayos a conciencia, como El segundo amo
del lenguaje, y la maravillosa novela El
largo aliento, es capaz de conmovernos. Es capaz de escribir, precisamente,
con todas las células del cuerpo. Esa es la salida que ha encontrado para
cerrar una herida, o a dejarla abierta -¿por qué cerrar una herida que nos ha
ayudado a crecer?-, hablando sobre la vejez de un testigo del siglo XX. Un
hombre, Golo Mann, que entiende que para desnudar su inseguridad debe recurrir
a la poesía, una obra en la que, de vez en cuando, existe una ligerísima
tendencia a la glosa que nos remite a la poesía. Y sobre la poesía también
trata la soledad tanto de Golo Mann como de Juan Luis Conde, pues a la hora de
afrontar los momentos complejos, pese a contar cada uno de ellos con el apoyo
del otro, se dan cuenta de que están solos. Y para esa soledad inventan el
bálsamo, como no podía ser de otra manera, de la poesía.
Sí.
A este mundo, como dijo tantas veces Ernesto Sábato, le falta poesía. Por eso
estos libros son tan imprescindibles como quienes los protagonizan.
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