La cometa dorada
Dezso
Kosztolanyi
Traducción de Marta Komlosy
Ediciones
B
Barcelona,
2005
333
páginas
17
euros
Lo que nos hace la vida
Es posible que entre los lectores de este país se
esté formando una comunidad clandestina, cuyos lazos son la afición por las
novelas del centro y este de Europa, de la región oscura, impermeabilizada por
el telón de acero durante docenas de años. Algunas editoriales, como El
Acantilado, Minúscula o la propia Ediciones B, van recuperando la memoria de
esos territorios para presentarla al público español. Y me refiero a la memoria
al hablar sobre literatura de ficción, porque suele ser en el terreno de la
narrativa, y no en el de la escritura de historia, donde cabe hallar trozos de
geografía humana. No hay que pensar mucho para darse cuenta de que esta novela,
La cometa dorada, es una muestra de
lo cotidiano, de lo real. El protagonista es Antal Novak, un profesor de
matemáticas y física en una escuela pública, un hombre de cuarenta y cuatro
años, viudo y con una hija de dieciséis años enamorada de uno de los alumnos
del profesor. Y los secundarios son los alumnos del instituto que se preparan
para el examen de reválida, los otros profesores, algún familiar de Novak y
mucha, mucha, gente de la calle: tenderos, abogados, médicos, farmaceúticos y
niños que vuelan cometas doradas. Alrededor de estos personajes, Kosztolanyi despliega
los detalles que dan vida a una ciudad de provincias, autónoma, en la que los
habitantes digieren su propia existencia como si se tratara de un organismo
autónomo, capaz de regenerarse fagocitando sus propias proteínas. Dichas
proteínas comienzan siendo datos humanos y paisajísticos, de la calle, que en
una bonita obertura tratan sobre la alegría de vivir, representada en la
contemplación de una cometa dorada. A medida que vayamos penetrando y
conociendo el microcosmos propuesto, nos iremos dando cuenta que los matices
del gris van sustituyendo a la vitalidad de la primavera, hasta que a un hombre
gris sometido a una existencia gris se le presente un final para el que la vida
no le ha entrenado. Y así pierde.
Entre ese inicio y el epílogo en el que en breves
trazos se comenta qué ha hecho la vida de cada uno de los personajes
secundarios, en qué pueden transformarnos diez años sobre la Tierra, una
caterva de arquetipos, personajes bien definidos para evitar confusiones dado
que estamos ante una novela coral, actúan ante nuestros ojos por unos impulsos
que ignoramos de dónde proceden, pero que se nos antojan exteriores a sus
personalidades. Algo extranjero al cuerpo humano les obliga a hacer lo que
hacen, algo que de no ser por un pudor educativo, yo llamaría conciencia; de
hecho, uno de los parámetros utilizados para diferenciar personalidades, parece
ser la cantidad y calidad de la conciencia de cada individuo. Los caracteres
quedan perfectamente definidos por sus reacciones, por sus comentarios, por cómo
disponen las cosas a su alrededor, sobre todo a partir de la mitad de la
novela, pues Kosztolanyi hace coincidir el cénit de la misma con el centro del
texto, disponiendo la historia en un díptico simétrico. Los hechos clave serán
la fuga de la hija y el examen de reválida a que se someten los alumnos, una
prueba cuya trascendencia supera lo académico pues, como casi todo lo que se
dispone en la novela, posee un significado metafórico, ritual: se trata de la
línea que marca el paso a la madurez.
Siguiendo una estructura de eslabones encadenados,
en la que los personajes se pasan constantemente el relevo de la acción,
asistimos a una proyección protagonizada por seres que nos invitan a que nos
identifiquemos con alguno de ellos. Lean y escojan con quién empatizar.
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