Zona de obras
Leila
Guerriero
Círculo
de tiza
Madrid,
2014
244
páginas
Antes
de afrontar la lectura de este libro, si no conocen las crónicas y perfiles
escritas por Leila Guerriero (Argentina, 1967), paséense por Frutos extraños (Alfaguara, 2012). Allí
encontrarán los textos a los que se refiere la excelente periodista cuando
alguien le pide que explique su trabajo. Y en este libro de lectura obligada, Zona de obras, encontrarán la respuesta,
la clave con la que elabora su literatura: pocas veces nadie ha sido capaz de
responder con tanta sinceridad, con tanta vehemencia sin ironía ni viveza,
limitándose a decir, de mil formas: “no lo sé”. En el periodismo, en ese
periodismo que es literatura porque, a fin de cuentas, se escribe con las
mismas herramientas que un relato, todo son preguntas, las mismas preguntas que
salen al paso a quien elige vivir. Y no cabe hablar de excusas o de academias,
de fórmulas de trabajo o esquemas infalibles. Leila va dejando bien claro, a lo
largo de sus artículos, de sus intervenciones, que lo único que puede decir es
que debemos mirar con carácter, contar un mundo, tratar de entender. Dicha base
creativa es el substrato de Balzac o de Dickens. Pero también de Gay Talese y de
Ryszard Kapuściński.
Olvidémonos de un manual ni de un ensayo. Zona de obras reúne diversos textos sobre el oficio de ser
periodista. Oficio porque Leila considera que escribir es una labor ingrata.
Pero que es muy satisfactorio haber escrito. No conviene que nadie se acerque a
esta obra pensando en que va a toparse con algo así como un libro de autoayuda
para escribir mejores reportajes. Porque lo que contiene Zona de obras es, más bien, un libro espiritual, en el sentido en
que Leila habla del espíritu de la crónica, del perfil, del relato de la
realidad. No de su materia, no de su infalible olfato ni de cómo ordenar las
palabras, las frases, los párrafos. Sí que nos acerca a su eficaz estilo, que
no olvida ni siquiera en las conferencias, con esas metáforas que son tan
precisas como poco ornamentales (las bocinas raspan el cemento, el sol nace
enrojecido por la contaminación). También confiesa su formación literaria, que
es una formación humana, su amor por el cine (sobre todo por Lawrence de Arabia), por un poliedro de
músicas, de poemas, por alguna novela gráfica, por las conversaciones, por no
transformar ninguna forma de arte en algo endogámico. Y por convertirse en un
ser transparente durante su trabajo de investigación.
Y menciona, de cien maneras, la pasión. La pasión por vivir que mejor se
ha acoplado a su mapa genético: “Yo siempre estaré buscado, como un tigre
cebado, como un lobo en la noche, los rastros de esa fe, las huellas de ese
estremecimiento”. Para Leila no existe esa leyenda del periodista que a tantos
justifica subirse a algún pedetal. Porque no hay más mito en escribir,
publicar, ser leído y ser querido por lo que has escrito, que en cualquier otra
suerte de vida: “El oficio que practico me enseñó a escuchar mucho y a hablar
poco, a olvidarme de mí y a entender que todas las personas son su propio tema
favorito”. La vida es algo holístico. Todo es vida. Todo es materia sobre la
que escribir. Y será esa materia la que te facilite el arranque poderoso, el
tono de la prosa, el gancho verosímil que nadie nos había advertido que podría
golpearnos. Y la que nos lleve, una y otra vez, a poner a todo trapo a
funcionar esa máquina interior que nos indica que no estamos muertos y que, a
falta de un nombre mejor, llamaremos curiosidad.
“Dar consejos es oficio de soberbios”, escribe. Por eso la mejor forma de
conocer es ser consciente de lo poco que uno sabe. “Expónganse a chorros de
emoción ajena”, dice. Porque la dicha no es un argumento que se exprese con
palabas. Y recuerden que lo más importante es que quien hable, quien escriba,
tenga algo que decir, y que a esa prosa deben llevar el entusiasmo con que
vivieron, el nervio y la sangre que restallará en el oído del lector.
Fuente: Quimera
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