Queremos
informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familias
Philip
Gourevitch
Traducción
de Marita Osés
Debate
Barcelona,
2009
371
páginas
Informe
para ciegos
Como consecuencia de nueve viajes a
Ruanda, realizados entre 1995 y 1998, Philip Gourevitch escribió este reportaje
estremecedor, este gran libro, que pretende ser un informe para tantos ciegos,
para tanta gente que cierra los ojos y se tapa los oídos, para tantas personas
que justifican su ignorancia voluntaria con tópicos burgueses o supuestas
afrentas a su sensibilidad. Perfectamente escondido para que el texto, la voz
de los que sufrieron, sea el verdadero protagonista, Gourevitch demuestra ser
un periodista de una honestidad abrumadora: tan dotado de valor como carente de
narcisismo, algo muy alejado del reportero de guerra al uso, el que aparece con
frecuencia en las pantallas de los televisores. En este caso, todo el
protagonismo cae en África, y más concretamente en el corazón de África, en una
de esas regiones olvidadas, uno de esos puntos que Joseph Conrad escogería como
destino de viajes, justificándose en que los mapas dibujan ahí un territorio
vacío.
Desde el principio, sabemos que Gourevitch
va al encuentro de lo más siniestro: una masacre que duró cien días a razón de
seis muertos por minuto. Como la de Marlow, el protagonista de El corazón en las tinieblas, la
imaginación de cualquiera necesitaría sosiego en cuanto se pusiera a recrear la
barbarie poniendo nombres, apellidos y sentimientos a cada uno de los
fallecidos, para evitar orientarse por la conocida sentencia de Stalin: “un
muerto es un asesinato; un millón es estadística”.
Recogiendo testimonios pormenorizados,
contrastando sus fuentes, reflejando tanto las biografías como las opiniones de
los supervivientes, de los testigos, de los políticos y los miembros de las ONGs,
e incluso de los asesinos (lo cual emparenta a esta obra con la magnífica Una temporada de machetes, de Jean
Hatzfeld), adivinando la historia de la región y cotejando su investigación con
las informaciones maniqueas recogidas en los medios informativos, manteniendo
su estilo dentro de la mejor línea de la crónica periodística, directo al
lector y dando prioridad a los acontecimientos y a los testimonios, poco a poco
Gourevitch construye una hipótesis sobre lo que pudo haber sucedido, sobre las
razones del mal. Pero esa hipótesis, en la que participa tanto la historia
colonial como el mito camítico defendido por Speke, las catástrofes económicas
y la pobreza, las posturas políticas extremas, la mentalidad, aturdida y
acosada, de la población y la repugnante indiferencia del mundo exterior, no
llegará a cuajar, pues resulta imposible comprender el mal: la maldición de
haber sobrevivido, la convivencia con el horror, la manipulación y la hipnosis
de las mentes que lleva al hombre al embrutecimiento, la imposibilidad del
olvido: “No olían. No tenían moscas alrededor. Los habían asesinado hace trece
meses y nadie los había movido”.
Pese a llevar un orden cronológico,
Gourevitch no tiene problemas en saltar de un asunto a otro o en retomar las
voces que ha ido dejando atrás cuando son necesarias para dar continuidad a la
finalidad que tiene el libro: hallar una explicación, luchar por interpretar
tratando de ser justo, tratando de ser sabio, como queda patente en la última
parte de la obra, la que atañe a la reconstrucción del país, de las gentes del
país, a la versión de la justicia que debe ser predicada o aplicada, a la imposibilidad
de mirar al futuro: “El trauma vuelve con mucha mayor fuerza a medida que pasa
el tiempo, este año más que el año pasado. Así pues, ¿cómo voy a desear que
llegue el año que viene?”
Obras como ésta, o como el extraordinario
documental La pesadilla de Darwin,
nos azotan recordándonos que África existe, que el corazón de África existe.
Son obras que denuncian el mal con un único propósito: promulgar la idea de que
es posible hacer el bien. Nadie haría un esfuerzo como el que ha hecho
Gourevitch sino es para engrasar la máquina que fabrica los propósitos de vida,
los proyectos por hacer. En algún lugar del porvenir tiene que estar la épica,
la poesía.
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