La hora azul
Alonso Cueto
Premio Herralde
Anagrama
Barcelona, 2005
303 páginas
17,50 euros
La culpa de mi padre
Aunque La hora azul sea una novela que destaque, en la primera lectura,
por el tono en que está escrita y una trama de intriga que seduce sin remisión,
en realidad trata sobre un asunto más profundo, más incómodo, como es la
posibilidad de heredar una culpa. En principio, esa parece la mejor manera de
interpretar el interés del protagonista, un abogado que disfruta de una
posición muy acomodada en la Lima
actual, por encontrar a Miriam, la niña que secuestró, violó y tal vez dejó
embarazada su padre durante un episodio cruel de la guerra que libraron Sendero
Luminoso y el ejército peruano, en la que los verdaderos sufrientes fueron las
personas más humildes. A partir del encuentro, una modalidad rarísima de amor,
inexplicable e inexplicada por el narrador, que es el propio protagonista,
redunda aun más en esta idea: ¿por qué quiso encontrarla?, ¿para qué quiere
ayudarla? Y la interpretación más plausible es la de que trata de redimir la
culpa que heredó de un padre sanguinario a quien no conoció. Y así,
cicatrizando heridas que no deberían ser suyas pero que toma como propias en
consideración a la memoria de su madre, que acaba de fallecer, el protagonista
se lanza al vacío que es explorar para conocer a su padre.
La obsesión que muestra por
encontrar a la muchacha, resuelta en una intriga bien deudora de la novela
negra, bien construida y regada por unos seres secundarios que interpretan a la
perfección su papel de serie negra traducido a los barrios bajos de Perú, es
idéntica a la que muestra en el amor, y nos habla de un hombre incapaz de abrir
dos frentes en su vida, que necesitará cerrar un episodio para proseguir con su
costumbre habitual de trabajar, acompañar a sus hijas al colegio o convivir con
una esposa. De ahí que se embarque en una investigación cuya conclusión
auténtica no es la resolución de un capítulo de su vida que se restaña, sino la
de que los marginados, los perdedores, tienen que seguir viviendo. Pues al
tiempo que se va encontrando con torturadores brutales y extorsionistas,
sacerdotes lenitivos o campesinos o pobladores de la periferia de Lima, el
protagonista va descubriendo la esencia de un país que no conocía, hasta entonces
oculto por los muros del dinero que circula en el bufete donde trabaja. El
objetivo del libro, más bien, parece éste: denunciar que los que gozan de buena
posición no conocen quiénes han sido sus progenitores ni cuáles son sus raíces.
El resto, bien elaborado, bien narrado, no deja de ser una novela que ya
conocemos.
Ese resto es una narración muy
ágil, veloz, escrita en frases cortas, en párrafos cortos, en capítulos cortos,
en la que los arquetipos vienen a facilitar la linealidad de la lectura, en la
que la gracia de una prosa con dejes peruanos, con mucho ritmo y variedad
expresiva, arrastra al lector hasta un final irrevocable. Además, los diálogos
resultan deliciosos, justificados, sin afán de rellenar y perfectamente
planificados para ir resolviendo la acción. Pero hay algo, en esta novela tan
bien construida, que no termina de funcionar. Acaso sean los tópicos, esos
seres brutales y esas denuncias de la guerra, o ese desarrollo de la trama
bastante previsible –, el modo en que comienza a tener noticia de los sucesos, la
forma de entablar contactos con unos u otros, de extraer conclusiones, de
enredarse en chantajes, el viaje al origen de todo y a la autenticidad de la
vida, la búsqueda con la impresión de que un jabón se le va escurriendo entre
las manos, el encuentro y sus consecuencias, la crisis matrimonial…- lo que
resta credibilidad a una obra que habría ganado si al autor le hubieran
importado más los personajes que la trama que teje con mucha maestría. Aunque
esta opinión, bien lo sé, no deja de ser orgullo de lector.
Fuente: Culturas/Tribuna
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