Fuente: Quimera
El crujido de la seda
Lilian
Elphick
Menoscuarto
Palencia,
2016
75
páginas
Todos
los dioses de muchas mitologías, si fueran humanos, a día de hoy estarían en la
cárcel. Al menos si vivieran en un país como Suecia. Uno está dispuesto a
admitir que Jack el Destripador era un cirujano, o que los personajes del
Antiguo Testamento siguen llevando las mismas vestiduras con la ilusión de que
sigamos confiando en que con su mito les basta para ganarse los garbanzos.
Exhumar las cenizas para hallar la cicuta o el hambre del que murieron cuando
eran reales, es una de las costumbres que se ha instalado entre los escritores
que frecuentan el microrrelato. Ahora nos llega una antología de la chilena
Lilian Elphick (1959), una experta en este tipo de narración en la que el
ingenio, en ocasiones, consigue bucear a grandes profundidades.
Elphick
recurre con frecuencia a los clásicos, muchas veces mencionados con tal
discreción que parecen participar de un carnaval, generalmente de un carnaval
de las villas miseria. Pero gracias a ello, alcanza a cualquier lector, desde
el intelectual al desenfadado, con diversos niveles de escritura. No es
exactamente intertexto lo que practica, es, más bien, una prolongación de la
leyenda estirando la goma hasta que está a punto de romperse. Así los relatos
quedan tan delgados que algunos parecen aforismos y podemos empeñarnos en
descubrir que moral es la que pronuncian, aunque la moral es una fruta del
tiempo, y desde el nacimiento de las leyendas a nuestros días las referencias
del bien y el mal han cambiado. Como cambia, también, el sexo de los mitos o
introduce el psicoanálisis, que es casi tanto como decir el sexo, que es la
mayor innovación para ubicar los relatos desde su nacimiento hasta nuestros
días. Esa moral que ha cambiado dicta, eso sí, que la pobreza son ropajes que
viste la crueldad, síntomas de la maldad del hombre.
Los
microrrelatos de la antología se merecen, todos, una segunda lectura, aunque
algunos destaquen por encima de los demás, como aquel que da voz a una mortaja,
que al fin y al cabo es lo que vive tras la muerte. La misma muerte que cambia
a la par que la vida por culpa de un bebé. También incide en varios cuentos en
que la idea de que el fantasma es el olvido o en la belleza de la muerte o del
suicidio, sobre todo si este se ha comprado para que alguien te ayude en un
acto caritativo de eutanasia. Muchas de las leyendas a las que acude sirven
para azotarnos con un desengaño, como el unicornio o el cisne, que pertenecen a
la época más salvaje de la humanidad, cuya relación con el animal solo tenía un
sentido: conseguir comida; o la caperucita roja cuya vida se prolonga más allá
de lo necesario, y que ahora, envejecida, apenas se apartaría del callejón
donde arrojan los despojos los restaurantes de lujo. La inutilidad de la
espera, el exceso de días vividos, conviven con la realidad del tigre
mitológico de Borges y de Blake, y el trabajo del olvido al que terminan por
entregarse incluso los personajes de El Quijote. En definitiva, ningún relato
con menos de dos caras se ha introducido en esta antología de una autora que
era imprescindible conocer.
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