Una canción de Bob Dylan en la
agenda de mi madre
Sergio
Galarza
Candaya
Barcelona,
2017
157
páginas
Cuando
la mayor potencia del libro se encuentra en las últimas páginas, el lector
tiene un problema: hay que llegar hasta allí. Pero en ningún canon figura la
obligación de leer un libro en el orden en que lo escribió el autor: el derecho
a saltarse páginas, a no leer cuando no interesa, a viajar dentro del libro en
el orden del azar y unos cuantos más, son derechos del lector. En este caso, la
carga de profundidad, efectivamente, se encuentra al final de la obra en la que
Sergio Galarza (Lima, 1976) nos lleva a viajar por la biografía que compartió
con su madre. Galarza, eso sí, se muestras sincero desde la primera página: su
estilo es la ausencia de exceso de estilo: narrará sin alardes y sin la
obligación cronológica. Sabemos que el libro revisará la figura de su madre
después de una muerte por un cáncer que ocultó tanto como pudo. Los episodios
que golpean más duro sucederán, queda dicho, al final, cuando la muerte haya
llegado para seguir sucediendo siempre. Porque nada existe que rellene una
ausencia definitiva. Y cuando la ausencia se instala, el resto será anécdota.
Galarza
perteneció a una familia media, algo acomodada, de Lima. Es el pequeño de tres
hermanos y reconoce que fue el consentido. A partir de aquí comienza el ir y
venir de la infancia al presente, siendo el presente los episodios previos a la
muerte de la madre, en un libro que pertenecería a la autoficción, si alguien
hubiera definido qué diablos quiere decir autoficción. El libro es testimonio
vital. Es una Bildugsroman y un intento de cancelar deudas. Nada de metáforas
ni palabras inútiles. Lo que no consigue expresarse con la narración, no se
relata. De cada acto deberíamos deducir, reconstruir lo que significó para él
su educación y atisbar lo que él cree que debó significar para su madre. La
media distancia en la que establece los vínculos afectivos, que se descargan en
alto voltaje al final, es un juego literario del que resulta difícil salir
airoso. La premonición, en este caso, ayuda a Galarza.
Eso,
unido a las confesiones de lo que siente que necesita purgar, como reconocer,
por fin, que quería a sus viejos a pesar de que los engañaba, a pesar de la
marihuana y la cocaína, que él califica como malditismo burgués, como un cáncer
que invade los afectos. Y todo ello seguirá vivo como maldición porque dar por
hecho que un afecto está sobreentendido es una equivocación: “Es la eterna
distancia entre el pensamiento y la realidad, entre la estupidez y la
injusticia”, confiesa, cuando ya solo la confesión redime, aunque sea en un
minúsculo porcentaje. Y, sin embargo, el afecto entre su madre y él fue algo
más que sobreentendido: “A mí me avergonzaba que mi madre supiera casi todo
sobre mí, como la primera vez que tuve sexo, y negarme a compartir el universo
literario era mi venganza”. Ahí está la bipolaridad: la incomodidad de todo lo
que conocía su madre sobre él. Pero, ¿por qué lo conocía? ¿Cómo es posible que
ella supiera algo acerca de la primera vez que tuvo sexo, si no es porque la
complicidad ya existía entonces y él algo tuvo que comentar delante de ella? El
pequeño consentido sabía ya entonces qué tipo de deudas estaba contrayendo.
Sabía lo que iba a suponer el final de su madre. Lo que ignoraba, eso sí, son
los detalles que vinieron en los últimos días y en los días posteriores al
entierro. Esos en los que no entraremos, porque merece la pena que el lector
los descubra con su autonomía, que los interprete con su propia identidad.
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