Arenas blancas
Geoff
Dyer
Traducción
de Cruz Rodríguez Juiz
Literatura
Random House
Barcelona,
2017
205
páginas
Puede
que estemos en vísperas del fin del mundo, pero eso no es motivo para
encerrarnos en casa. Lo ideal es salir a las afueras, a los ejidos de la ciudad
o la aldea, que ya se ha convertido en el resto del planeta, y comprarse la
gorra adecuada para sobrevivir al azote del sol o protegerse de la lluvia. Así,
con esa experiencia del momento a cuestas, uno alimenta su ficción y con las
ideas que imagina revienta lo que vive en cada momento. Cargamos en la mochila
un puñado de prejuicios, qué remedio, pero si somos conscientes de ello, lo que
aprendamos será un tipo de riqueza de la que se puede beneficiar el mundo en
forma de altruismo, amistad o un relato. Lo importante es saber y saber
aprender y, según Geoff Dyer (Golucestershire, 1958) tener en cuenta que en las
noches la magia aumenta. Las noches han alimentado la imaginación y la fantasía
que nos distingue de los animales, con el miedo y la narración como principales
protagonistas. Y con las estrellas, esos puntos brillantes que echamos de menos
sin darnos cuenta. De este cocido se nutre la vida y el simulacro de vida que
se refleja en la ficción. Al final, resulta que todo es farsa, desde el amor
verdadero de los adolescentes besándose sobre el capot de un coche a las
amenazas del tétrico Donald Trump. Pero esa farsa sucede. La ficción se
alimenta de la realidad y la realidad se alimenta de la ficción. Dyer lo aclara
en su prólogo y cuando apunta a los intentos de entender lo que significa un
lugar concreto, cierto modo de señalar el paisaje y descifrar por qué lo
visitamos. Aunque ahora la respuesta es casi universal: para hacerse una
fotografía. Si bien Dyer intenta ir más allá y se responde que la gente no fotografía
para tener una foto, sino porque es lo que se hace. El retrato de la humanidad
como rebaño, incluido el propio Dyer, que en ningún momento se presenta como
diferente ni pretende apuntarse el tanto de la discordia, rige en estas
estampas o relatos. Pero también la mirada de un humor ingenuo a la par que lo
bastante salvaje, en el buen sentido de la palabra salvaje, el que nos acerca a
la naturaleza, lo que somos, lo que deberían ser los ejidos de nuestra aldea,
que rodean el planeta por completo.
“Estamos
aquí para morirnos de aburrimiento y luego preguntarnos cómo es posible
aburrirse tanto”, apunta durante una visita a las islas en las que vivió
Gaugin, quien no solo pintó, sino que dejó testimonio en su libro Escritos de un salvaje. De Gaugin
intenta heredar la mirada o al menos imaginar la del pintor francés en el
supuesto paraíso. Supuesto es la palabra clave en cada recorrido por el que
Dyer nos lleva. La locura de Beijing, que es otro prejuicio, y un rincón en el
que es posible enamorarse, un descanso que resulta increíble en el núcleo de la
mayor neurosis masiva del planeta, es un descubrimiento que necesitamos más que
el de las Indias en tiempos de Colón. Fuera de la urbe caótica, el paisaje ya
está procesado por el hombre, excepto en los lugares inhabitables. Pero esos le
son ajenos a Dyer. La sinécdoque de la que se vale para reflexionar sobre el
paisaje es el Land Art y la pregunta
que deja en el aire es si sobredimesionamos las atribuciones del paisaje. Pero
este es también un libro de sensaciones y las sensaciones no se proponen: se
imponen. Se imponen por la naturaleza, pero también por la naturaleza del
momento, no por los deseos del que lo vive. La reducción del amor al conflicto
entre la realidad y el deseo es una de las conclusiones clave de este libro, en
el que no todo es acierto. La contradicción de la experiencia cuando finalmente
se decide, junto a su mujer, a llegar hasta donde se producen las auroras
boreales, para no ver nada más significativo que un partido de fútbol, la
inquietud cuando recogen a un autoestopista en mitad de la nada, en Estados
Unidos, y no sentirse culpables cuando lo abandonan a su suerte, por ejemplo,
son experiencias con llaga. Uno sabe que debería haberlas resuelto de otra
manera, pero desconoce las reglas, por mucho mundo exterior que haya
experimentado. La música, el exilio de los europeos en Estados Unidos, el culto
al cuerpo, la construcción de torres, el arte o la enfermedad son parte de
estas experiencias del mundo exterior, como lo es para nosotros disponer de
ellas, aunque sea de segunda mano, a través de la mirada y la imaginación de un
autor que escribe con el ingenio a punto de nieve.
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