Por el mundo
Maksim
Gorki
Traducción
de Enrique Moya Carrión
Automática
Madrid,
2012
456
páginas
Génesis de la
literatura
Porque
resulta imposible vivir todo, tener todas las experiencias, participar de la
existencia de millones de seres, y compartir sus emociones consecuentes, se
hace imprescindible la literatura. Porque así, gracias al oficio de leer, uno
puede vivir a través de los demás, completar su educación sentimental con la
de, por ejemplo, Mohamed Chukri o Cesare Pavese. Y también con la de Maksim
Gorki (Nizhny Nóvgorod, 1868 - Moscú,
1936), quien, al igual que
en las novelas del autor magrebí o en los diarios del poeta mediterráneo,
demuestra en su biografía que desgajar literatura de vida es como pretender que
un árbol crezca con las raíces al aire. Por
el mundo es el segundo volumen en el que refleja sus días y sus noches de
adolescencia. Primero vino Infancia (Automática,
2012), donde el narrador ocupaba un espacio al margen. El niño que relata lo
que debería ser su existencia, se limita a reflejar cómo actúan los adultos a
su alrededor. Se trata de un espectador desubicado, de un narrador que registra
acciones que deberían significar algún tipo de principio moral, pero que
desconoce si está reflejando un mundo con sus miserias sobre los hombros.
Al igual
que en el primer texto, en este Por el
mundo Gorki nos presenta un cosmos en el que cabe preguntarse si alguna vez
sale el sol. Porque se trata de una tierra de barro y ceniza, el material con
el que se construye buena parte de la humanidad que va conociendo. No se puede
ser más directo narrando. No existe ninguna floritura en su estilo, ningún
alarde, ningún recurso de lenguaje y sí muchos vinculados a la acción y al
tiempo. Todo es como debe haber sido, sin trampas, sin máscaras. Cada
descripción física de un personaje, relata un temperamento. Y Gorki se descubre
aquí como un inspector de almas, como un voyeur de los demonios que cada uno
llevamos dentro. Al mismo tiempo, va desnudándose como lector. De esta manera
asistimos a su combate entre el bien y el mal, a un sentido de la bondad y de
los buenos ideales que surge de los libros, en tanto que manifiesta unas
ambivalentes sensaciones hacia la gente que se encuentra, algo que bailaría
entre el amor y el odio si es que este narrador pretendiera que el lector amara
y odiara. De este grupo de contrastes nace, finalmente, el realismo: “el
malvado de los libros era eficientemente cruel y casi siempre era posible
comprender el motivo de su crueldad mientras que yo, en cambio, estaba
acostumbrado a presenciar una crueldad inútil, absurda”. Esa crueldad es la del
adulto. Y él es un adolescente con escasas defensas, alguien lanzado al mundo
de forma prematura, como los pícaros. Solo que en este caso, en lugar de los
recursos para sobrevivir, lo que brota en él es un sentido de la justicia bajo
un único imperativo: hay que defender al débil. Esa enseñanza surge de forma
autónoma, pues apenas se trasluce en ninguno de los potenciales maestros con
que se encuentra, en esos adultos que le achacan ignorancia y a los que
pregunta ¿qué es lo que hay que saber?, sin obtener respuesta.
Aun así,
él sabe que la única forma de obtener una educación moral, un sentido de la
ética, radica en conocer la condición humana. Es un narrador que desearía huir
si tuviera hacia dónde enfocar ese deseo: ¿cómo huir hacia lo que no se conoce?
Lo importante es descubrir, crecer. Salir hacia adelante en busca de algo a lo
que poder llamar dignidad. Y para eso se convierte en el mejor observador.
Porque Gorki, al margen de debates ideológicos o de mala estofa política, es
uno de los grandes observadores de la raza humana y, por tanto, alguien que nos
enseña que cada hombre es una raza. Aunque para aprenderlo, tuvo que conocer la
ética barriobajera, los principios y condicionamientos que sustituyen a la
moral. Tuvo que conocer la materia de la que está hecha un trozo de vida, el
incómodo, el desagradecido, en el que ni siquiera los justos son siempre
limpios. Pero él sabe que todo eso debe estar sucediendo para algún día poder
ser mejor. Y ese es el ingrediente idóneo con el que hacer literatura.
Fuente: Quimera
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