La visita del arzobispo
Ádám Bodor
Traducción
de Adan Kovacsics
El
Acantilado
Barcelona,
2005
129
páginas
15
euros
Un mal lugar en el mundo
Para cierto tipo de lector, el apegado a la
realidad, el afín al realismo decimonónico, al naturalismo, esta novela puede
resultar un tanto hiperbólica, pese a su corto aliento. Y no caben destacar
muchos más defectos. Desde el principio, y sin concesiones, se nos arrastra a
un lugar tremendo, en el que los toques mágicos están impregnados de miasmas.
Cientos de versiones de la basura flotan en el ambiente, empapan los líquidos,
se tropiezan en nuestro camino, golpean nuestros ojos desde los rincones ocultos
y expuestos de Bogdanski Dolina. Esta ciudad, que en una riada cambió de orilla
y de país, es la verdadera protagonista de la novela. Supuestamente narrada en
primera persona por uno de sus habitantes, alguien que huyó forzado y regresó,
y luego fue desterrado, razones por las cuales puede hablar de lo que vio, pero
no de su auténtico ser, pues nada sabemos de su familia natural porque nada
confiesa; habla, eso sí, de su madre adoptiva, pero no de la madre de sangre y
no da la sensación de que se deba a que no llegó a conocerla. Esta voz, fácil,
que relata en tramos cortos para que el lector contenga la respiración el rato
que tarda en finalizar cada apartado, nos descubre, desde el principio, que
hemos venido a visitar un lugar con leyes propias, que espera una visita de un
arzobispo, hecho que, como en las novelas de Kafka, justifica la acción pero se
pospone eternamente.
La ciudad está sometida a la extraña tiranía de una
orden religiosa, una secta de vigilantes con ramificaciones al exterior que les
permiten controlar los movimientos de sus habitantes y por tanto dominar a la
gente, guardianes de una cárcel dominada por la mierda en la que los hombres
son juguetes dolientes. De hecho, a capricho de esta secta son internados en un
centro de afectados por enfermedades pulmonares, una especie de desguace tan
siniestro y absurdo como para que los seminaristas se acerquen a las vallas y
apedreen a los internos durante la hora de paseo.
¿A qué se reduce la humanidad? ¿Qué hay de ético en
todo esto? Porque alguna consecuencia trascendente deben pretender Bodor y su
narrador que extraigamos de esta visita, ya que desde el primer cuadro nos
atrapan empujándonos a seguir leyendo. Generan la necesidad de saber qué pasará
a continuación, una y otra vez, con un despliegue imaginativo formidable,
recurriendo, sin hacer trampas y cuando lo consideran conveniente, a la
aparición de unicornios o Nissan Patrols, recurriendo, de alguna manera, tanto
a lo medieval como a lo posnuclear. Lo que de verdad importa son los detalles,
ya que, a fin de cuentas, son esas pequeñas cosas las que atañen a la
percepción humana.
¿Ética o moral? Puede que sea un apunte moral lo que
busquen, pues han recurrido a los guardianes de la religión, a puristas de la
verdad, al dogma. Hasta el extremo de que las fugas inexplicadas, y las
lapidaciones inexplicables con que comienza y termina el libro, en una
estructura circular que encaja muy bien con la extensión de la novela, deben de
estar vinculadas, sea como sea, al asunto que la novela pretende tratar. Pero,
maldita sea, ¿cuál es ese asunto? Porque en realidad lo más terrible no es que
esto ocurra, pues al fin y al cabo sabemos que es un texto de ficción pese a lo
absortos que estamos mientras buceamos en él, sino pensar, como en la obra de
Kafka, que esto puede ocurrir, que puede estar sucediendo. O que este mal lugar
del mundo es una metáfora de algo, idea que nos consuela bastante poco.
Fuente: Tribuna/Culturas
No hay comentarios:
Publicar un comentario