El gimnasio de God
Leon de Winter
Traducción de Goedele de Sterk
Salamandra
Barcelona, 2005
379 páginas
17,50 euros
La influencia de Paul Auster
Para certificar que no se
pretende llamar a engaño a nadie, conviene aclarar que el hecho de que esta
novela pertenezca a una estirpe americana, pese a estar escrita por un
holandés, en una línea capitaneada por Paul Auster, no significa que tratemos
de descalificarla, sino meramente de catalogarla para facilitar su
identificación a posibles lectores. Se puede seguir la estela de la cocina de
Paul Auster, a caballo entre la imaginación y la imaginería, para crear una
literatura de interés al tiempo que de entretenimiento, y hacerlo bien o
hacerlo mal, o regular. Y, la verdad, Leon de Winter es un discípulo aventajado,
cuyas capacidades, tal vez, podrían llegar a adelantar a las del maestro,
siempre y cuando ose embarcarse en proyectos de mayor calado, más personales o
más originales, si es que estos dos términos no son la misma cosa.
El gimnasio de God es una novela en la que no deja de estar
presente el azar que rige el orden del mundo, pero se trata de un azar que no
carece de leyes, las que llevan a la elaboración de una trama redonda, un azar
que funciona exactamente igual al mecanismo de una novela. Dentro de ese
esquema, coaccionado por la esencia de la pérdida que nutre la savia del
narrador y/o el protagonista, Joop, el padre de Miriam, que fallece en un
accidente en carretera, se encajan varias historias secundarias, entrecruzadas,
manipuladas con maestría por el autor de modo que en ningún momento decaiga el
interés por ninguna de ellas, al tiempo que resultan muy naturales las
transiciones de unas a otras: la biografía de Joop y su historia matrimonial,
la entrega incondicional de God para mitigar su culpa, el espionaje para el
Mosad, la persecución del corazón donado de Miriam, la resurrección sin sentido
de un amor de adolescencia que aprovecha un momento de debilidad. Unos relatos
protagonizados por unos seres tan paradójicos como arquetípicos. El más logrado
de ellos es God -cuyo apodo proviene de Godzilla y no de Dios-, un
afroamericano de dos metros y ciento cincuenta kilos, campeón de kárate,
conductor de la moto en la que viajaba junto a Miriam, y que tiene intenciones
de erigir un templo griego a la memoria de la muchacha; esa es su paradoja: “la
felicidad era algo que no podía captarse hasta que se había esfumado”. La mejor
de las paradojas probablemente sea el detalle del último regalo que el padre
hace a su hija el día de su cumpleaños que será el del accidente: una agenda,
es decir, un cuaderno en el que registrar lo que a uno le queda por hacer en el
próximo año de vida. En cuanto a la razón de recurrir a la fórmula de
arquetipos, como el propio narrador explica en algún momento aplicando la fórmula
a una de sus creaciones, se sirve de personajes para tipificar a la gente. En
casi todos ellos habita un cierto afán de creer en la trascendencia de la vida,
algunos claramente identificados a través de su fidelidad religiosa, y el único
ateo, Joop, convencido de la perdurabilidad espiritual de su hija en el corazón
que ha donado y que seguirá latiendo durante diez años dentro de la carcasa de
otra persona.
Los recursos narrativos son muy
variados, desde la perfecta dosificación de diálogos y acciones alternados, los
flash backs más clásicos, a las confesiones biográficas durante un viaje en
automóvil. Unos recursos al servicio de explicar cómo puede cambiarle a uno la
vida en un extrañamiento amable, grato e incluso divertido. Aunque donde
realmente destaca De Winter es en la
capacidad para describir a los personajes sin un eje claro, sino en función de
las sensaciones de cada uno de los otros personajes a partir de las actitudes
de los demás.
El gimnasio de God se trata, en definitiva, de una obra que sin
renegar de su intención comercial, es una estupenda recomendación para
sobrevivir a un fin de semana lluvioso.
Fuente: Culturas/Tribuna
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