jueves, 21 de septiembre de 2017

LA CIUDAD SITIADA


La ciudad sitiada
Clarice Lispector
Traducción de Elena Losada
Siruela
Madrid, 2006
183 páginas
17 euros

Dentro de la espuma de los días


Con un rostro híbrido y exótico –a juzgar por las fotografías de ella que nos han llegado-, y un origen que unido a su destino certifican una extraña belleza (nacida en Ucrania en 1920 y fallecida en Brasil en 1977), cabe esperar sino lo mejor al menos algo muy interesante de la literatura de esta mujer, Clarice Lispector, de quien Siruela ha recuperado anteriormente seis libros. Quien se acerque a esta novela, compleja, densa, inquietante y de una hermosura tropical, no se verá defraudado. La idea sobre la que construye el texto es aparentemente tenue: la construcción de una mujer. De un asunto tan frugal puede nacer un culebrón venezolano, Madame Bovary o ciertos párrafos de Virginia Wolf. Lejos de cualquiera de estos planteamientos, Lispector teje un mundo en el que lo interior se empapa de lo exterior hasta confundirse, de manera que uno duda de que sea protagonista de los sucesos de su vida o de que sean las cosas las que le suceden a uno. En gran medida, una mezcla magistral de realidad y magia anuncia lo que será la verdad maravillosa que empapará la obra de tantos escritores de América Latina: “Y sin darse cuenta la joven tomó la forma que el hombre había percibido en ella. Así se construían las cosas.”
Y así construye ella el lenguaje, como si acabara de inventarlo, con una facilidad para modelarlo propia de un alma de artista no exenta de cierto espíritu barroco: “Cuando una cosa no pensaba, la forma que tenía era su pensamiento”. Ese lenguaje rico, de un lirismo cálido y exuberante, produce en el lector una impresión que compagina lo triste y lo prodigioso describiendo constantemente los alrededores del personaje central, una mujer joven que desconoce el destino del amor, al que cree vinculado su propio destino vital, y que da la impresión de ser incapaz de enamorarse. De esta forma, el tema es su experiencia de la ciudad en la que habita: “Sólo que se veía como un bicho vería una casa: sin que ningún pensamiento sobrepasase la casa”. Esa esquizofrenia define la espuma de los días de esta mujer: “En ciertos hechos creía, en otros no. No creía que las nubes fuesen agua evaporada, ¿para qué, si las nubes estaban allí? No llegaba a gustarle la poesía. Le gustaban los que contaban las cosas como eran, enumerándolas. Eso era lo que siempre admiraba, ella, que para intentar saber algo de una plaza hacía un esfuerzo para no sobrevolarla, que sería lo más fácil. Le gustaba quedarse en la propia cosa: es alegre la sonrisa alegre, es grande la ciudad grande, es bonita la cara bonita y así se probaba que sólo su manera de ver era clara”. Así pues, el marco de la novela –“El pueblo de S. Geraldo, en 192… ya mezclaba con el olor a establo algún progreso”- es protagonista porque la mira a ella, la construye o, por decirlo con cierta libertad, la decide. O decide que establezca una lucha interior irresoluble: “Lucrecia Neves miraba desde su altura el horror del objeto. Cosas terribles y delicadas yacían en el suelo. El tornillo perfecto. La joven respiraba el olor de plomo de la claridad. Y al volverse, allí estaba S. Geraldo, anunciado, inexplicable, posado con la dureza de un pie. Cada objeto hiperfísico”.
Con una prosa repleta de metáforas exquisitas y sorprendentes, que nos remiten sin complejos a una construcción de una personalidad paradójica, de tan abrumadora como inexistente, Lispector refleja esa evolución hacia la nada en la imposibilidad de elegir un amor, o en la forma en que vive un adulterio o una viudez esta mujer a la que sólo cabe entender protegida por el epígrafe de Píndaro que Lispector eligió: “En el cielo aprender es ver; / en la tierra es acordarse”.

Fuente: Culturas/Tribuna



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