Agua salada
Charles
Simmons
Traducción
de Regina López Muñoz
Errata
Naturae
Madrid,
2017
165
páginas
Uno
tiene la impresión, durante las primeras páginas del libro y si se olvida de la
primera frase, en la que ya anuncia el fallecimiento del padre, de que este
libro tiene un hermano mellizo en la literatura española: Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta. Solo con ese
comentario bastaría para calificar a Agua
salada de un libro que roza la perfección lírica: escribe con la ternura no
en carne viva, sino en los huesos, y es capaz de encontrar belleza en la
depuración del estilo. Lo sencillo viene a ser sinónimo de lo poético. Al igual
que en la obra maestra de Ayesta, aquí comenzamos asistiendo a una memoria del
periodo de transición clave en cualquier vida. La adolescencia puede ser una
tortura o un romance. Charles Simmons (1924) elige el romance sin olvidarse de
que hay una cara oscura también en la luna de agosto. Nos ubica en un tiempo
feliz, junto a un mar que recuerda a Sorolla. Su padre sigue siendo un ideal,
el Hércules que se adora en la infancia, aunque la transición del platonismo a
lo que viene después, que no desvelamos, es el tema que define uno de esos
libros que hasta quien no aprecia la lectura lo terminaría de una sentada.
El
verano perfecto de un adolescente consiste en vivir con lo puesto, un bañador y
un bocadillo, día a día. Y, como cabe suponer, con un gran amigo y un amor. Hay
hedonismo a la par que un placer algo impresionista: las pinceladas justas, sin
alardes, para escribir poesía. El aprendizaje a que se ve sometido, porque algo
de sumisión existe dado que está pagando un precio por él, versa sobre las
ideas platónicas: la valentía y venus. Las dos formas básicas que nos emocionan
con pura atracción en el caso de los hombres. Porque lo importante son las
emociones. O al menos eso es lo que va siendo, dado que a medida que se avanza
en el libro, la trama de amores descarriados, platónicos y enredos reales va
ganando peso, hasta anunciar el desenlace que, ya sabemos, es la muerte del
padre, ahogado. Lo que nos falta por conocer es cómo sucede y si existe algún
responsable. Porque el narrador que comienza hablándonos con un lirismo que no
abandona, va añadiendo un sentido de culpa. Tal vez, se cuestiona, sus impulsos
no le vayan empujando a actuar de la mejor manera.
Pero
en esa parte debemos detenernos para no desvelar el final. En cualquier caso,
el amor es algo que ninguno de los personajes sabe en qué consiste, pese a
habérselo cuestionado con frecuencia. El amor sucede. Y en un pequeño cabo que
irrumpe en el Atlántico, casi una isla con cuatro casas, unidas a una ciudad
por una cinta de asfalto que sobrevuela el agua, el mar también funciona como
metáfora. El mar, al menos el mar que conoce el hombre, tiene una frontera, que
es la orilla. El mar es el agua, pero también la costa. En la novela, pasar del
agua a la costa es pasar de la existencia a la vida, aunque uno comienza por
tener la impresión de que el crecimiento tiene esa dirección, cambia de parecer
a medida que se sumerge en la novela. Porque tal vez sea en la costa donde está
la mera necesidad animal de seguir comiendo y reproduciéndose, mientras que en
el mar está la vida.
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