Para siempre
Vergílio Ferreira
Traducción de Isabel Soler
Acantilado
Barcelona, 2005
302 páginas
18 euros
Tristeza de vivir
Un hombre regresa al lugar que
definió su pasado, su aliento y las cualidades de lo que rozó, y ante la
presencia de los muebles y esquinas que entonces fueron decorados y telón de
fondo, pone en marcha los mecanismos de la memoria sentimental. Como no puede
ser de otra manera, Para siempre es
una novela de flujo de conciencia, en la que todo lo que pasa sucede, en
realidad, dentro de la cabeza del narrador, del protagonista. Porque lo
prioritario no son los hechos sino cómo se vivieron los hechos. De ahí la
cuidadosa selección de estampas significativas, de momentos dulces y amargos,
posiblemente con criterios autobiográficos, que se traducen en la construcción
de una personalidad regida por preferencias viscerales, pero demasiado débil,
demasiado anciana, para expresarlas visceralmente. Y de ahí la confusión vital
de pasado y presente que rige la novela, una carencia de trama narrativa que no
se debe tanto a un deseo experimental como a la reproducción del funcionamiento
de una vida, sin pautas narrativas. Por esa razón, en manos de Ferreira está
una libertad en el manejo del lenguaje que le permite derivar de un lado a otro
del tiempo y el espacio: “pero estoy tan lleno de cosas que han pasado, me
acuerdo sobre todo del violín que aprenderé”, “corté me cortaron la fracción de
vida que me pertenece. Ahí quiero vivir lo que me queda. Todo lo demás no va
conmigo”.
Aunque en ningún momento se
explicita la edad del narrador, el hecho de que se trate de las memorias de un
hombre cansado nos hace suponer que se trata de alguien vencido por la vejez.
Por la vejez y por el tiempo que no le pertenece, ese que ha transformado las
cosas y la existencia, como se deduce del hecho de que sus recuerdos se
retrotraigan a una época sin artificios, sin máquinas ni abundante manifestación
de medios de comunicación o teléfonos. Dos son las presencias constantes en su
pasado: la educación que impusieron sus tías, unas mujeres beatas hasta la
paranoia que sustituyeron a unos padres cuya ausencia es un enigma; y el paso
del tiempo, representado por los ciclos de estaciones, que al mismo tiempo nos
hablan del calor y el frío. Aunque la verdadera protagonista ausente, el único
hecho que recorre todas las páginas zurciendo los sucesos, es Sandra y la
monomanía por perseguir el recuerdo de Sandra, idéntica a la que en su pasado
juvenil tuvo por perseguir a la mujer que acabaría siendo su esposa, su amada.
Escrita de forma muy musical, con
un plomizo tono melancólico -“Entonces, desde el fondo del valle, por el cielo
carbonizado, es el canto de la vida, resuena a lo lejos por los montes”-,
creando una atmósfera de inevitable decadencia, Ferreira va desvelando los vínculos
de la vida y el recuerdo con la muerte, en un texto que no terminamos de saber
si es combate o lo opuesto del combate, que es el mal de la resignación. A eso
se ve abocado quien pretende reconstruir desde las ruinas, utilizando como
herramientas la voluntad o el engaño, como demuestra desde el inicio, con
presencias de fantasmas: “Se detiene frente a mí, el aire sin culpas:
-Mira, hijo mío, tía Luisa ha
muerto.”
Sin que nos consuele con la
certeza de presentarnos el paso del tiempo como fraguador de sosiego o como un
estigma, refugiándose en la magia de la palabra y de la voz, consolándonos con
la presencia ocasional de seres familiares que pasaron por su vida, sugiriendo
y negándose a afirmar (“Miro una vez más, mis ojos arden de atención, un temblor
de llamas o de lágrimas”), luchando con y contra la memoria voluntaria y la
involuntaria porque necesita cerrar el capítulo de su vida, Ferreira y el
narrador de Ferreira nos traen un libro para leer despacio. Muy recomendable
para los que gusten de leer despacio.
Fuente: Culturas/Tribuna
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