La composición de la sal
Magela
Baudoin
Navona
Barcelona,
2017
125
páginas
El
breve prólogo de Alberto Manguel es un recordatorio, extenso, de la teoría del
iceberg aplicada a la literatura. Pero incide en el aspecto casi siniestro de
las profundidades marinas en las que se hunde el iceberg: la conciencia oscura,
la ballena blanca, las condiciones infames, la cadena trófica, los monstruos
imaginarios y, sobre todo, que es no es el hábitat natural del ser humano. Ese,
apunta, es el punto fuerte de estos cuentos de Magela Baudoin (La Paz, 1973),
una propuesta con la que, si el lector acepta comulgar, no se topará con las
tinieblas, sino con la víspera de las tinieblas. Baudoin no cierra los cuentos
de la forma habitual, sino que nos deja servida la continuación de la historia
que, eso sí, solo puede ser una, y por lo general poco amistosa. Destrocemos
uno, el primero, Amor a primera vista.
Mientras se nos habla de algo tan convencional como la decisión de una pareja
para comprar un piso, ha aparecido brevemente la dueña del que más les gusta y
apenas se dan dos detalles de ella: fuma y tiene peluca. Baudoin no lo
menciona, pero si uno pone su imaginación en juego, el final está condicionado
por esos dos datos: lo que fuma es marihuana y lo hace por prescripción
terapéutica, dado que padece un cáncer terminal. Esa parece la conclusión más
plausible, el fondo del océano que Manguel comenta.
Esa
sensación de tener conciencia de que siempre hay algo más y que la emoción o
acto tiene un peso superior a lo que vemos, se cimenta en un pasado común, pues
siempre versan los relatos sobre las relaciones humanas, y por lo general sobre
las relaciones entre dos personas. Los demás actores quedan un poco al margen,
son parte inevitable del acto. Y los vínculos afectivos pueden ser de
enamorados o desenamorados, familiares o sacando cadáveres de los armarios de
las familias. Y así consigue que existan temas en el relato. Por ejemplo, el
que trata sobre la inevitable atracción de la histeria, algo que confundimos
con una personalidad enigmática. Y, sin embargo, cuántos no nos hemos visto
superados por esa atracción. O la descripción que hace de la difícil edad de la
adolescencia, situándonos en un contexto extremo, donde no existe el padre ni
siquiera por ausencia. No faltan los vínculos platónicos, las inexplicables
lágrimas que, posiblemente, lleven toda una vida esperando para asomarse, un
concepto de moral que nos consume como brasas de cigarro, una terapia exprés
cuando se rompe con la pareja para reconciliarse con la infancia, los choques
de creencias o el primer vistazo al mundo para darse de bruces con una de sus
caras más amargas. Mención aparte merece Borrasca,
donde Cumbres borrascosas se
convierte en una metáfora emocional sobre la que hablan la abuela y la nieta en
un día de playa con mucho sol. Aunque podríamos haber elegido cualquier otro,
pues ese océano en el que flota el iceberg es lo cotidiano, algo de lo que no
se aparta Baudoin, algo que convierte en un estilo literario.
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