Japón perdido
Alex
Kerr
Traducción
de Núria Molinés
Alpha
Decay
Barcelona,
2017
290
páginas
Si
los amantes de Japón son sensoriales, como afirma Alex Kerr en contraposición
de los amantes de China, que son intelectuales, el problema es cómo construir
un libro sensorial con la herramienta intelectual del lenguaje. ¿Cómo consigue
que nos lleguen las sensaciones? La solución es tan sencilla que da envidia:
este no es un libro de viajes ni una secuencia de ensayos, Japón perdido es un libro narrativo, esencialmente autobiográfico,
una confesión de las filias de Kerr. Su admiración por Japón es sobre todo
sublime. Existe un Japón sublime, que es cada vez más escaso. De ahí que este
libro tenga también su punto de elegía. Ese Japón exquisito, delicado, que
vemos representado con más frecuencia en las imágenes del pasado, es en el que
Kerr desea vivir. Hasta el punto de aconsejar a sus amigos visitar Japón con
tapones para los oídos, que se utilizarán durante la estancia en los templos
del silencio. Todos conservamos la idea espiritual de las pagodas y los
ambientes de meditación, pero la realidad es que no son impermeables al ruido
del tráfico.
Kerr,
que sabe que no se puede ser sublime sin interrupción, hasta el punto de
confesar haber trabajado diez años para un promotor inmobiliario americano,
comienza lamentando la pérdida de la naturaleza. Japón fue el primer país que
tuvo leyes de protección de los bosques. Sin embargo, es un país en el que
ocurren anécdotas como la que confiesa Kurosawa cuando le preguntaron por qué
había elegido cierto plano en la película Ran:
“Si abro el campo hacia la derecha”, contestó, “sale un aeropuerto. Si lo hubiera
abierto hacia la izquierda, una autopista”. De ahí que considerando que se ha perdido la
gran guerra, quiera encontrar con la armonía del buen Japón en detalles, en
instantes que todavía difieren de las convenciones occidentales: un suelo de
madera, una pared de pergamino, un pescador lanzando la caña, un actor de
teatro clásico… a la par que lamenta los atavismos de esa civilización,
mayormente los sociales, como la imposibilidad de hacer amigos en la edad
adulta o la educación sin emociones que se practica. Kerr lamenta la falta de
interés por la herencia cultural y viene a sugerir que el país se está
estrangulando a sí mismo. La sociedad laboral es piramidal y por tanto enferma.
Pero
el libro no es un desgarro. Kerr hace toda una demostración de amor sano, amor
por la sofisticación y la delicadeza, por los pequeños momentos en que las
pequeñas plenitudes sirven para justificar haber vivido hasta entonces. De
hecho, intuye cierto fracaso neoliberal porque las teorías de los Chicago Boys chocan contra fundamentos
japoneses. Entre otras razones, porque en Japón se vigila hasta el extremo el
impacto de cualquier cosa que venga del exterior. Todo esto lo expresa con el
orgullo de haberlo aprendido desde niño, y así nos va explicando cuál ha sido
su larguísima relación con Japón y con otros países de Asia. Asia, todos los
sabemos, es la región simbólica del misticismo, de la espiritualidad, pero esa
sensación debe vivirse. Y a Kerr, coleccionista de arte, le importa lo que ve
en el camino, no llegar hasta el final. En este Japón perdido, Kerr consigue que el cariño por un pasado que
todavía se puede rescatar, sea una ceremonia.
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