Diario de un escritor
Fiódor M.
Dostoievsky
Traducción de
Elisa de Beaumont, Eugenia Bulátova y Liudmila Rabdanó
Páginas de
Espuma
Madrid, 2010
1.609 páginas
La vergüenza y el orgullo
No es preciso
ser un gran historiador para tener conciencia de lo que supuso el siglo XIX en
la historia de la humanidad, una época en la que los valores quedan sometidos a
reajustes que afectan a su raíz, en el que la moral individual y el sentido de
ética colectivo se transforman con la irrupción de la Ciencia y el Progreso en
la sociedad y en la vida del hombre, y con la presencia de nuevas formas de
entender la organización y el gobierno del pueblo, como el Socialismo o el
Anarquismo. Van apareciendo, así, nuevos credos, nuevas formas de fe. El hombre
queda arrancado de sus lazos tradicionales, de lo instituido a lo largo de
tantos siglos de cultura y educación, para quedar mecido en los brazos de la
nada, para no terminar de descubrir nuevos anclajes a los que sujetarse.
En esta
atmósfera surge en Europa una inusitada floración de narradores y de poetas,
que en países como Rusia cobran un significado muy especial, dado el ambiente
enrarecido, la represión social y política, y lo mezquino de sus instituciones.
Entre todos ellos destaca, sin brillo pero con una potencia descomunal, Fiódor
M. Dostoievsky, autor de alguna de las mejores novelas de la historia en las
que vigila las vidas más insignificantes y estudia del alma de los desheredados
de la Tierra ,
análisis que se transforma en una indagación en la psicología de los personajes
o, para ser más exacto y atendiendo a las conclusiones que uno extrae de la
lectura de sus Diarios, a la
psicología de las personas. Pues aquí, al igual en que Crimen y castigo, Dostoievsky permanece fiel a sí mismo, demuestra
que su literatura es una literatura centrada en el “yo” como fuente de
conocimiento, que la vida que nace en toda su obra surge de sus grandes dotes
de observación, que le llevan a conocer a los seres atormentados que tan bien
sabe retratar, individuos capaces de los actos más generosos y crueles, seres
que se preguntan por su destino y por las posibilidades de escapar a sus
propios impulsos y a la prisión que es la sociedad en la que viven,
representada por una ciudad, San Petersburgo, que es el epítome del planeta, el
teatro del mundo en el que actúa el hombre de la calle. De ahí que su
pensamiento, centrado en que no hay hechos, sino interpretaciones, como quiso
imaginar Nietzche, indague constantemente en la distinción entre el bien y el
mal, entre lo que da vergüenza y lo que es digno de orgullo.
Páginas de Espuma edita, en un esfuerzo
titánico y en un solo volumen, una traducción de los diarios íntegros, que se
corresponde a la edición rusa del año 2003, publicada en tres volúmenes, en la
que aparecen muchas páginas hasta ahora inéditas en nuestro país, como algunas
crónicas de la primera parte, rescatadas de las revistas en que comenzó a
colaborar antes de emprender su periplo en Tiempo,
o el extraordinario apéndice que son los fragmentos de notas del diario,
acotaciones que le situarían entre los grandes dominadores del aforismo, del
ingenio y del pensamiento veloz, algo que hasta ahora habíamos visto reflejado
en algunos de los brillantes diálogos que mantienen los protagonistas de
novelas como Los hermanos Karamazov.
Tres son también los traductores que hicieron falta para completar esta
empresa, y tres los años de trabajo de un equipo dirigido por el escritor y
crítico Paul Viejo. Se trata de un documento que aporta comprensión a la
historia de Rusia, entendiendo como historia la vida de los que la han sufrido,
no la costumbre de quienes pretendieron edificarla, pero no es un diario al
uso, no es un relato íntimo, guardado en los cajones del escritor para consolarse
con su construcción, sino una serie de textos compartidos, que mientras brotan
ya alguien los está leyendo. Por lo tanto, en buena medida, están más próximos
al periodismo que al dietario, pero no a un periodismo de intenciones
informativas, ya que Dostoievsky jamás renuncia a su concepción de ser con y
entre los otros, jamás reniega de su solidaridad con el sufrimiento ni de su
anhelo de establecer la paz consigo mismo, y siempre mantiene su alegato a
favor del hombre pequeño, del perdedor, dado que encuentra más dignidad en la
derrota que en la victoria.
Como él mismo
señala, habla para sí mismo y por puro gusto de todo lo que se le ocurre y de
lo que le hace pensar. Dicho de otro modo, esta es una obra que se le impone al
autor, no un libro que el autor se propone escribir, y eso se percibe en su
estructura libérrima, en todas las licencias que se permite, saltando de un
tema a otro a medida que se le vienen a la conciencia, pues de la conciencia
trata este libro, de esa construcción que es un noventa por ciento social y un
diez por ciento sostenida sobre valores absolutos, como el respeto a la vida
humana. De ahí que todo en él sea ideología: las reflexiones acerca de la
política rusa y europea, los comentarios de sucesos cotidianos y el ambiente de
Petersburgo, las críticas y elogios a la sociedad y el carácter ruso, las
reseñas literarias, de pintura y teatro, las defensas ante ataques de
contemporáneos e incluso algunos de los trabajos de creación que ocasionalmente
se presentan. Todo es ideología y todo es fruto del planteamiento estético de
un hombre que reniega del desgarro que va surgiendo entre lo que se considera
cultura y el pueblo llano, un hombre sensible que renuncia a ser un esteta. Y
así este es un libro que se va construyendo a sí mismo, escrito sin otro plan
previo que el de reflejar quién es Dostoievsky: un hombre que pretende ser
justo.
De su sentido
de justicia fluyen todos estos kilómetros de palabras buscando algo, pero sin
dejar de preguntarse si realmente había algo que encontrar. Dostoievsky siente
la necesidad de indagar, para lo cual acude raudo y directo al asunto que le
reúne con las palabras, con las ideas, de modo que para él no existen recursos
literarios como el extrañamiento, excepto en la exageración, ni los eufemismos,
ni tampoco la pretensión de un lenguaje cuidado, no hay metáforas, ni
sinécdoques, ni metonimias ni juegos de palabras, porque la única crítica
válida a la vida y a la literatura, algo para él inseparable, es la que surge
del interior, de unas tripas regidas por un sentido ético en el que impera el
dictado de un solo deseo: que nos hagamos un poco mejores. A eso se reduce su
filosofía, presente en cada línea de este volumen, a lo que de verdad importa,
a que el hombre pequeño ejecute, en cada uno de sus actos, incluso en el más
pequeño, el mejor de sus movimientos, el que le acerca al bien y le separa del
mal. Por eso se aplica a la vida humilde, encontrando lo peculiar en la
erudición de la vida rutinaria, y haciendo de ello un ejercicio de sabiduría.
“¿Qué puede
ser más fantástico e inesperado que la realidad?” Se pregunta en todo momento.
Una realidad que, paradójicamente, resulta inverosímil, lo bastante inverosímil
como para profundizar en ella con su estilo, una prosa en construcción, potente
por su sintaxis y no por su selección de palabras, accesible a la gente con
quien él se identifica, para quien reclama educación y espiritualidad, un
estilo que permite al lector deducir de lo que en él se incluye, de forma que
las descripciones, aparentemente objetivas, adolecen de significados simbólicos
por el valor de lo retratado y no por el recurso poético; por esa razón, para
facilitar la comunicación con el lector, se recurre al arquetipo, pero se
renuncia al tópico, al estereotipo: hay ideas compartidas gracias a las cual
nos entendemos, pero conviene alejarse de los lugares comunes característicos
de quien carece de ideas propias. Porque la poesía, en este extraordinario
volumen, se halla en las obsesiones del autor, en la necesidad de que exista
algo tan cambiante como es la verdad. A pesar del magisterio de hombres como
él, ese concepto, la verdad, sigue teniendo el mismo vigor de siempre: lo
importante no es que exista, sino que exista su búsqueda. Así es como empezó a
escribir sus Diarios, y así como
consigue rematarlos y los convierte, por tanto, en una obra maestra de la
literatura o, lo que es lo mismo, de la vida.
Fuente: Quimera
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