Cerezos en la oscuridad
Higuchi
Ichiyò
Traducción
de Hiroko Hamada y Virginia Meza
Satori
Gijón,
2018
304
páginas
Cuando
alguien es delicado, lo es para todo. La representación costumbrista de la vida
japonesa que vamos a leer en Cerezos en
la oscuridad es delicada, como si estuviera escrita con humildad,
sencillez, como si su autora, Higuchi Ichiyò (1872 – 1896), estuviera
convencida de que los analfabetos pueden leer. Es de una extrema facilidad
oral, casi poética, sin duda lírica. Todo eso en contraste con los temas sobre
los que habla, como la dura vida de la parte baja de los estratos de la vida
japonesa. Una sociedad de castas sin que las castas estén marcadas. Nada de
sueño americano. Lo más que se puede ascender, si es que eso es un ascenso, es
de campesina a cortesana. La realidad es todavía más triste y opresiva en el
caso de las mujeres. Doblemente marginadas, por su condición de pobres y de
estar al servicio del hombre, cada uno de los relatos nos presenta, con
tristeza, una versión de lo marginal.
Los
personajes están definidos de forma sencilla, con rasgos físicos en los que las
descripciones son directas y nos indican el carácter de la persona. De su
aspecto podemos deducir lo que circula por su cabeza. De ahí que los únicos
hombres que se igualen en mala fortuna con las mujeres, aunque éstas sean
hermosas, son los deformes. El odio al feo o la cosificación de la belleza
femenina se igualan en alguno de los mejores relatos. La marginación les
empareja. Conoceremos también el sentido de culpa, algo que brota de las
entrañas de quien enferma de silencio frente a la infidelidad de su esposo; la
mujer pedirá disculpas mientras él se prepara para ir a visitar a su concubina,
sin esconder la escapada. La dominación vertical es patente cuando se menciona
un robo por necesidad: la maldad del poderoso mata de hambre, prefiere tirar
excedentes a que le robe quien está en el arroyo. Pues esa gente tiene la
capacidad de decidir dónde terminarán los huesos del pobre.
Ichiyó
nos llena los relatos de sentimientos. En gran medida, podríamos decir que
estamos frente a un libro que cuestiona si se nace con los sentimientos o los
sentimientos se construyen. En varias escenas vemos la humanidad de las
cortesanas enfrentada con la de sus clientes, sobre todo los fieles al lugar.
También conocemos matrimonios que solo muestran, públicamente, su aspecto
gentil; la presión familiar, los intereses creados, son los que deciden la ruta
que la mujer debe tomar, cuando en un momento de su vida se ha hallado frente a
una bifurcación. Es como si el destino de ellas ya estuviera escrito o lo
estuvieran escribiendo los demás. Es una cárcel de la que nos salva el exceso
de humanidad de la propia Ichiyò. El libro termina con un relato que es casi
una nouvelle, una historia sobre la pérdida
de la inocencia bajo la presión de las humillaciones. Es una demostración más
de que la envidia del poderoso te puede mandar al arroyo, y ese pecado capital
está a la orden del día entre quienes ocupan el vértice de la pirámide. Con
mucho más cuidado del que se puede expresar en una reseña, Ichiyò nos habla de
cómo otros deciden aplastar la moral innata en los niños, el sentido del bien y
del mal: familiares, compañeros de escuela, monjes, comerciantes o dueños de
burdeles son los que se ocupan de segar la hierba bajo los pies de los niños y
drenarles lo bueno, lo ingenuo, hasta el punto de que uno termina por
refugiarse en cualquier sitio que, en sentido real y figurado, les ofrezca
paredes y techo.
Cuando
lean este libro, por favor trátenlo con cuidado.
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