Sobre Marina Tsvetaieva
Al
cabo de unos pocos años de la Revolución Bolchevique de febrero de 2017, Marina
Tsvietáieva (1892 -
1941), con
el corazón hecho un asco y el estómago vacío de pura hambre, se ve en la
tesitura de tener que dejar a sus dos hijas en un hospicio para intentar que
sobrevivan. Ella no les puede garantizar un poco de pan y unas gotas de leche.
En sus cartas y en sus cuadernos, donde la escritura de Marina es libérrima y
sus anhelos expresados sin medida, confiesa adorar con locura a su hija mayor.
Pero dice, sin ambages, que a su segunda hija, Irina, por razones que la razón
no entiende, no la ama. Esa indiferencia la lleva hasta un episodio extremo:
durante una visita al hospicio, al comprobar la suerte de sus hijas, opta por
agarrar a la mayor de la mano, enferma de malaria, y arrastrarla fuera del
infierno. Pero abandona a Irina y, lo que nos resulta más sorprendente, la
abandona sin culpa.
La
descripción que hace del lugar es más propia de Poe que de una poeta
hipersensible. A Irina la retrata como si la niña, de cuatro años, se refugiara
en una especie de autismo para no ver la realidad, el maltrato, que llega a
extremos tales como el que se refleja cuando las niñas del hospicio coman las
pocas lentejas una a una para así disfrutar de ellas durante más rato. Irina viste
harapos sucios como el culo del diablo y no pronuncia sino una sola sílaba,
irreproducible en cualquier lenguaje que no fuera animal. Un tiempo más tarde
le llegará la noticia de que Irina ha fallecido. Pero ella, privada de
cualquier energía, no se mueve de la habitación donde vive. No acude al
entierro ni, más tarde, a poner flores sobre la lápida. Y es ahí, ahora sí,
cuando muestra cierto respeto por Irina, reconociendo que ni siquiera ha tenido
la decencia de despedirse de ella: “No
para consuelo suyo, sino mío – y como una verdad sencilla lo diré: Irina era
una criatura extraña, quizás incluso desahuciada, - todo el tiempo se mecía,
casi no hablaba, - quizá fuera raquitismo, quizá degeneración, no sé. Por
supuesto, de no haber habido la Revolución –“. Más tarde, en el exilio, nacerá
Mur, un chico vital sobre el que depositará todos los cimientos que la permiten
vivir durante diecisiete años más. Al final, cuando considera que Mur puede
valerse por sí mismo, cuando su marido está encarcelado, acusado de espionaje y
a punto de morir a fusilado, y su hija mayor está desterrada en un gulag,
Marina se suicida.
Se ha ahorcado y deja una nota para su
hijo. No es ninguna sorpresa. Era uno de los temas recurrentes en sus escritos.
Su hijo, al ver la cáscara de lo que fue Marina, dice algo así como “lo
entiendo”. Y después se marcha a vivir a otro lugar. El cuerpo de Marina será
arrojado, envuelto en una sábana remendada, en una esquina del cementerio de Yelábuga, en Tartaristán, el lugar al
que la evacuaron cuando comenzó la guerra contra el ejército nazi. Nadie sabe
dónde yacen los restos de quien, posiblemente, sea una de las grandes poetas
del siglo XX, y de la historia: “Los
ángeles me entregan al verdugo”, reza un verso de juventud. Sus poemas son
parte de ella. Jamás entendió que, como le pidiera en algún momento la
autoridad cultural bolchevique, pudiera existir un poema al caucho o a
materiales por el estilo, que reflejaran el triunfo del trabajador: “Declaro
que soy inocente (…) / ¿Dónde está mi plata?, ¿mi oro? / En mi mano solo hay
ceniza”. Existe el pesimismo vital, algo más fuerte que el existencialismo. De
hecho, ella ya ha resuelto el problema fundamental de esa corriente filosófica:
la vida no merece la pena: “No me salvarán los versos ni los astros”. La
sensación de una soledad patológica la ha desbordado:
“Lo sé, lo sé,
la bella tierra
que está labrada
(…)
ya no es nuestra.
Ni el aire,
ni las estrellas
ni los nidos
que cuelgan de la luz”.
La gente ha desaparecido, solo quedan
cuerpos sin alma: “Se ha ido – todo es tiza”, y también: “Aquí no hay
encuentros, / Aquí sólo hay despedidas…”. Si hubiera que resumir en una palabra
el paso por la Tierra de Marina, esta sería tristeza. No solo el dolor la ha
elegido a ella, sino que además se deja llevar por él hasta el sufrimiento.
Confiesa que nunca ha querido ser feliz.
Marina
se ha roto varias veces a cuenta de las despedidas. La Revolución parte su
familia, luego vendrá el hambre y el exilio en Praga, en París, el regreso a la
URSS, la farsa de las acusaciones y la confesión bajo tortura de su hija mayor,
que delata a su propio padre. Otro exilio, dentro de la propia Unión Soviética,
lejos de Moscú. Y así le resulta imposible reintegrar vida y arte, el absoluto,
que es como ella lo llama. Se ve a sí misma, no sin razón, como Sísifo subiendo
la piedra eternamente. Marina ama mucho, sí, y siente demasiado cualquier clase
de angustia: “Estoy escandalosamente sola, por eso tengo derecho a todo,
incluso a cometer un crimen”. Podríamos llegar a entender que su falta de cariño,
por una vez en su vida, hacia una persona, su hija, es el crimen al que tenía
derecho. Pero esto sería justificarse, algo que no necesita. Se declara
autocompasiva, no coloca engaños en sus días y en sus escritos, para que los
demás la vean de otra manera, y como es norma, el miedo de las personas
autocompasivas provocan lo que temen.
Sus
cartas son toda una revelación. Es ahí donde muestra sus pasiones. En alguna
ocasión de carácter homosexual, como es homosexual el Cantar de los cantares, donde se ama sin tener en cuenta el sexo de
la otra persona, en otras platónico, como las que escribe a Boris Pasternak.
Pero también de una pureza emocional cuando se enamora. Las cartas que escribe
en Praga a su amante, Konstantín Rodzévich, son unas muestras de amor
depuradísimo, una colección de expresiones que daría en las narices a los
sentimientos delicados, a intención, de Madame Bovary. Rodzévich, por su parte,
solo pretende entretenerse. “Usted es mi primer y último escudo contra las
multitudes. Si se aleja, se precipitarán”: ella está enamorada hasta la médula.
El desajuste no se compensa sino con otra despedida. El marido de Marina, que
conoce la relación, la pone en la tesitura de elegir. Y Marina se queda con el
hombre bueno, el enfermo de tuberculosis con quien se casó siendo adolescente.
El
amor es la piedra de toque de Marina. Se ha pasado toda la vida intentando
explicar en qué consiste. El amor es una abstracción, pero lo que sí existe es
el hecho de amar. Ante la disyuntiva de amar o ser amado, ella regresa a la
abstracción del amor: “Me interesa no que me quieran
a mí, sino lo mío. El “yo” queda incluido en lo mío. Así siento mayor
seguridad, mayor espacio, mayor eternidad”. La
eternidad tampoco existe, al menos en este mundo. La eternidad no es la suma de
los segundos o de las horas o de los días, hasta alcanzar el infinito; la
eternidad es la ausencia del tiempo. Marina, que repite que sabe amar pero no
vivir, lo cual es la versión más triste del romanticismo. Necesita a un ser que
le dé la impresión de necesitarla, busca un punto de fijación para su propio
deseo de amar, que en su caso sirve para poner en marcha el proceso de creación. Su
poesía debe contener humanidad, alejarse de los estetas, a los que iguala a los
filisteos: “Todas esas flores, y cartas, e intermedios líricos no valen una
camisa remendada a tiempo”, afirma cuando se encuentra una sociedad sucia y
mísera al retornar a la URSS tras diecisiete años de exilio. Trabaja lavando
platos hasta despellejarse los dedos, mientras los hombres se enfrascan, o
aparentan estar ocupados, debatiendo sobre problemas sociales. Incluso ella,
acepta el papel secular de la mujer: cuidar a los otros.
“Mi
cabeza está cansada de: guerras, juegos, afectos, olas”. Siempre agotada de
vivir, o subiendo con la piedra de Sísifo o corriendo cuesta abajo para
recuperarla. “De la mañana a la mañana siguiente estoy sola con mis
pensamientos (lúcidos, sin ilusiones)”. La Revolución de 1917 ha dado lugar a
una situación social que denuncia en sus cuadernos de bitácora, los que la
salvan del naufragio: “Lo que al quitármelo me dio el bolchevismo: confirmación
definitiva de que el cielo vale más que el pan (…); confirmación definitiva de
que no son las convicciones políticas las que unen y separan a la gente (…);
aniquilación de las barreras de clase por la desgracia común de Moscú en 1919,
por el hambre, el frío, las enfermedades, el odio al bolchevismo, etc.”.
Consigue algo de dinero traduciendo, gracias a ser una auténtica políglota.
Esta mujer a quien no le gusta nada Chéjov, domina el alemán, el inglés, el
francés, el búlgaro, el polaco, el checo, el ucraniano, el georgiano y hasta el
yiddish. Su perfeccionismo la impiden trabajar a un ritmo suficiente como para
ganar dinero con el que sobrevivir. Con frecuencia se ve otra vez en la calle,
mendigando favores para obtener una habitación donde refugiarse. Entonces
piensa en el pasado como un lugar donde la pobreza era acogedora. Su poesía es
más auditiva que nunca: “Las salamandras bailan, / y Marina piensa: / ¡Qué
maravilla vivir en el fuego!”, dice quien piensa, con obsesión, que por sus
venas corre alma en lugar de sangre, alguien para quien ese fuego significa
amar a todos a la vez, acumular sentimiento.
Marina había nacido en una familia de
clase acomodada, pero en febrero de 1917 se le escapa eso que ella llama alma,
como la arena entre los dedos. Triunfa la Revolución: “Moscú está sin vallas
(están quemadas), todo son sacos y botas”, escribe a su hermana. Cruza la
revuelta contra el zar regalándonos un diario que sorprende por su entereza
poética. Tsvietáieva escribe temerariamente, sobre el caos de un presente, más
atroz aún porque no puede ser comprendido. Los fragmentos de sus diarios presagian
no sólo la tragedia personal, sino también la de un pueblo. Son un testimonio
de la vulnerabilidad humana, al tiempo que mantiene ese pulso con la
literatura, como si presintiera que ella está hecha del sonido de las palabras,
y que éstas son el cielo, el alma. Se dispone a hablar de un país fracturado,
de un tiempo fracturado hasta la extenuación, y le saldrán, a la fuerza,
escritos en los que la fractura se convierte en un estilo lírico. Tsvietáieva siempre estaba componiendo un
poema, en el que la desgracia, la conciencia de formar parte de los humillados
y ofendidos, estaba siempre presente. Sobrevivió al
tiempo de la guerra, escribiendo retazos que forman algo que definiremos como
diario, por ser la fórmula más cómoda de encajar este libro en algún género.
Aunque si existiera en los libros de texto, en los manuales de literatura, el
género al que pertenece bien podría ser catalogado como estupor.
Hay frescura en la escritura, una de esas formas de madures que da la
sensación de obedecer a un impulso, de ser espontánea, pero que se ha elaborado
desde el sótano del sentimiento. Y al mismo tiempo, hay violencia. Una
violencia idéntica a la del hombre que lleva años tratando de completar un
puzle de miles de piezas al que le faltan cientos de ellas. Un enfado y un
desgarro. El que se corresponde a la época que le toca vivir, ese tiempo de
bisagra mal engrasada que chirría cargándonos de acidez la cabeza. Hay saltos
temporales y desencadenamientos, porque existe la necesidad y la obligación del
movimiento en lo retratado. Y lo retratado es algo así como canjear el mal por
el mal, o la impresión de que se le está escurriendo el agua de entre las
manos. Como si pretendiera apresar el conjunto, mientras que habita en la periferia,
que es el peor sitio para estar en tiempo de lucha. De ahí el puntillismo en el
detalle, la dificultad de encontrar su sitio en el cual cabe lo excéntrico,
pero también la sinrazón voluntaria, lo miserable y hasta lo ultrajante, y lo
más caprichoso de la gente que se rige por un olfato que solo atiende a las
veleidades.
El hambre obliga a ese estilo escueto, casi telegráfico, fugaz y en
ocasiones aforístico. Meras presentaciones que, gracias a la poesía que
destilan, transmiten una intimidad quebrada, un temperamento que brega por
mantener la consistencia. Porque ese espíritu es una denuncia del terror, de la
indefensión, algo que está a su alcance por la buena educación que pudo recibir
durante la infancia, antes de pasar al mundo de los desahuciados. Bastan los
hechos, aunque obligue al lector a poner en su lectura lo mejor de sí mismo,
porque no se recrea en estampas. Sus palabras no forman imágenes, forman música.
En ese sentido son un golpe directo a la sien del lector, al que le cuesta
componer la idea de que exista alguien con tanta capacidad de observación y tan
consciente de la lucidez que supone conocer la materia a partir de la cual está
trabajando, pues su diario es un esfuerzo.
Hablamos de un viaje sin Dios, pero con espíritu. En el que la gente sabe
rezar cuando hay que rezar, sin importar a quién o a qué se reza. Otra cosa es
que sea preciso inventarse las oraciones. O incluso una religión propia, para
luego esconderla. Aunque, en realidad, lo que estén deseando sea tener una
pistola y disparar. Uno llega a ignorar si debe conmoverse o no durante la
lectura de su diario de la Revolución. Lo cual es un fenómeno que conmueve
hasta el asombro. Demasiado peso de la historia, la revolución rusa, la
necesidad de unirse a la Armada Blanca, porque la verdadera revolución estaba
en ella, en Marina. Todavía bajo una educación en la que su madre pretendió que
ella fuera su doble, reflejándose en la intransigente lección de piano, que
ella traduce al aliento, o al compás del aliento, como ella expresa: “¿Qué es
el aliento sino el ritmo del alma?”.
La escritura inmediata del diario, como el fuego que
arde lentamente sin miedo al incendio: “En
mí la feminidad no viene del sexo sino de la creación. Sí, mujer, puesto que
soy maga, puesto que soy poeta. Y sí, poeta, porque como escribes sabes todo lo que fue, lo que será,
conoces el misterio sordomudo del idioma mentiroso y oscuro de los humanos al
que llamamos vida”. En
1917 Tsvietáieva tenía 25 años, dos hijas (Alia e Irina), tres libros de poemas
publicados (Álbum de la tarde, Linterna
mágica, De dos libros) y un matrimonio en marcha con un cadete militar del
Ejército Blanco, Sergei Efron. En octubre de 1917 dejó atrás una vida compleja
para adentrarse en algo más terrible. Los bolcheviques confiscaban todas las
herencias y nace el concepto de necesidad, que no separa la escritura del
oficio de vivir. Sus diarios de la Revolución carecen de afectación política;
sencillamente, escribió con el aliento lo que supuso para ella la transformación.
Cuando estalla la Revolución, Marina Tsvietáieva está en Crimea con su hermana
Anastasia. Regresa a Moscú en un viaje penoso. Y escribe: "Dos días y
medio ni un bocado, ni un trago. (La garganta cerrada.) Los soldados traen los
periódicos -en papel rosado. El Kremlin y todos los monumentos han sido volados.
(...) 16.000 muertos. En la siguiente estación ya eran 25.000. Callo. Fumo. Mis
compañeros de viaje toman los trenes que van de regreso". La vida por
delante se vaticina como penosa, pero, lo quiera o no, tendrá que vivirla hasta
ese último aliento, que será el epílogo de su alma; no es casual que se quite
la vida cortándose la respiración. Observa la epidemia de sarna y se viene
abajo en todos los sentidos, excepto a la hora de escribir con idéntica pasión,
siempre con pasión: "Moscú. Negrura. A la ciudad se puede entrar con un
salvoconducto. Yo tengo uno, del todo distinto, pero es igual. (...) Las calles
desiertas, desertadas. No reconozco el camino, no lo conozco. Algo atravesamos
y por algo huele a heno. Suenan disparos en los puestos de guardia: alguien no
se rinde".
Así es como se libra otra guerra, la de
conseguir algo de comida, que refleja con estruendo en el diario: "Las
patatas están en el suelo: ocupan tres corredores. Las del final, las más
protegidas, están menos podridas. Pero no hay otro camino para llegar que
caminar por encima de ellas. Y entonces caminas: con los pies descalzos o con
botas. Es como andar sobre una montaña de medusas. Congeladas se pegan unas a
otras en racimos monstruosos. No tengo cuchillo y, desesperada (no siento las
manos), tomo las que sean: aplastadas, congeladas, blandas...". Un tiempo
más tarde, intentaría publicar estos diarios, pero el editor soviético le
expresó con rotundidad el motivo de la negativa, en una época en la que hasta
las volutas de los adornos en piedra debían expresar el beneficio político del
triunfo de la Revolución, del trabajador, le comentó que sus diarios eran
apolíticos. Pero ella se revela: "¿No es política la muerte por hambre de
una hija en un orfanato?". En un análisis psicológico y literario de estas
páginas, se podría bucear en el romanticismo y en la neurosis. Jamás
abandonará, en cualquier caso, la ingenuidad: un bien elegido, una trinchera
desde la que no bajar, todavía, los brazos y seguir en la batalla, seguir, como
expresó Claudio Rodríguez, en derrota, pero nunca en doma.
Los diarios recogen los cuatro años
vividos entre 1917 y 1921, separada a la fuerza de su marido, sin cambiarse de
vestido y durmiendo en el suelo. La revolución había aniquilado las barreras de
clase no por la vía violenta de las ideas, sino por el hambre, el frío, etc.,
por llevar al mundo al borde del abismo, allí donde solo la intimidad te salva
del entorno, de los desconocidos con quienes se ve obligada a convivir. No hay
trabajo digno para comprar el pan y carece de derecho a una cartilla de
racionamiento. El único lugar donde puede mecerse es en la poesía, en los
restos de belleza, en el agradecimiento a una mano amiga que aparece de vez en
cuando entre los escombros: “No he anotado lo más importante: la alegría, la
agudeza de pensamiento, las explosiones de contento ante el menor éxito, la
tensión apasionada de todo mi ser – todas las paredes están garrapateadas de
versos”.
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