Una
educación
Tara Westover
Traducción de Antonia Martín
Lumen
Barcelona, 2018
464 páginas
“Maestro,
¿quién es el prójimo?”. Así comienza el capítulo
10, versículos 29-37 del Evangelio según San Lucas. A continuación, Jesús
relata la parábola del Buen Samaritano. Ese hombre, el herido, a pesar de haber
padecido la injusticia humana de la negligencia de un sacerdote y un levita,
cuando se recuperara, ¿mantendría la fe? Ellos representan la fe, la religión,
si lo llevamos al extremo, son la figuración del espíritu. Y, sin embargo, le
ningunean. Pero el enfermo, una vez recuperado, si renuncia a su fe tras el
sufrimiento, está quitándose el suelo bajo los pies. Seguramente nadie en su
familia volvería a dirigirle la palabra. Tendría que cambiar de lugar de
residencia, pues en su barrio sería considerado filisteo, para empezar una
nueva vida. Le cabe, eso sí, aceptar la humillación para mantenerse dentro del
espectro, de la farsa de una familia y una comunidad que, en teoría, le han
arropado. De eso trata esta obra maestra, tal vez el debut literario más
prometedor en lo que va de siglo XXI. Tara Westover (Idaho, 1986) nos habla de
su biografía en un tono sin adjetivos, sin rémoras en la prosa que nos indiquen
qué partido debemos tomar. Lo que deduzcamos saldrá de los sucesos, que ya es
una forma de censura, pero de los que parece evidente que no podemos negar la
brutalidad que ha soportado. Hacia el final del libro, cuando recibe el elogio
de uno de sus profesores de universidad, se asusta, y mucho. “Toleraba
cualquier forma de crueldad mejor que la amabilidad”, confirma.
Al iniciar la lectura del libro, un cierto amor nostálgico
por la montaña, por la infancia rural impuesta por un padre algo tiránico, nos
lleva a pensar si nos encontraremos ante un espíritu semejante al de Capitán Fantastic. Pero a medida que
vamos avanzando, descubrimos que no se trata de un padre, como en la película,
que desee una vida autónoma y autosuficiente en la naturaleza para sus hijos,
sino de un tirano, un fanático mormón, que impone las reglas y para ello
necesita estar alejado de cualquier forma de civilización. Veremos cómo poco a
poco, a medida que se acumulan acontecimientos, la paranoia del padre resulta
ser peligrosa. De hecho, algunos episodios nos hablan de imprudencia temeraria.
Al volante, por ejemplo, los accidentes suceden con frecuencia, son previsibles
y son trágicos. A pesar de lo cual, sobreviven, gracias a Dios. Por desgracias,
este gracias a Dios no es una expresión banal. Es oxígeno alimentando las
llamas. Mientras tanto, mientras el padre se gana la vida como chatarrero o
albañil, trabajos en los que no toma ninguna medida de seguridad pues confía en
Dios, la madre, sumisa, muda, se especializa en la labor de partera fuera de la
legalidad. Y también en la fitoterapia. En esa casa, las medicinas son la
fórmula del Diablo para entrar en el cuerpo.
La creencia de que de someterse a un tratamiento clínico implicará
esterilidad y otros males futuros, se arraiga. Es fácil imaginar que, por
supuesto, ninguno de los siete hermanos está escolarizado. Pero esta situación
no es el punto de partida de la familia. El padre comenzó imponiendo una ley
algo más integrada, que a medida que pasa el tiempo se fanatiza. La paranoia le
lleva a acumular armas, provisiones y miles de litros de gasolina en la parcela
de la casa, escondidos, convencido de que será el único superviviente al
Apocalipsis, y que éste es inminente. Crece Tara de manera autodidacta. Es una
niña que aprende a tener paciencia y que va descubriendo algunas de sus
virtudes, como la musical, que le abre alguna otra puerta que no es la de su
casa. Comienza a conocer que hay otras formas de vivir y que existen niños de
su edad con los que compartir juegos y charlas. Pero es la hermana pequeña y
adora a sus hermanos. Los ve salir de casa y le duele las despedidas. Desconoce
las razones, pero sabe que alguno de ellos sigue la vida del mormón puro y
duro, y otros, sin embargo, se alejan de la familia casi para no volver. En cualquiera
de las dos situaciones, son capaces de establecerse y crear su propia familia.
Tara intenta mantener la complicidad con los hermanos que
quedan en casa. Pero va descubriendo, y sufriendo, la paranoia patológica del
padre y el trastorno sádico, seguramente una psicosis, de uno de sus hermanos,
una psicosis que también es bipolar. Y nos describe la vida rural de una manera
a la que no estamos acostumbrados. Nos muestra la cara oscura del Beatus Ille. Y
la maldición de una conjura, la de los que soportan el ambiente de su casa,
para hacerla creer que es una chica fea por fuera y por dentro. Así llega a la
adolescencia y a septiembre de 2001, cuando ve caer las Torres Gemelas y es
entonces cuando descubre que existen grandes ciudades. Y cuando, de alguna
manera, comienza a saber que se pronostica una bifurcación en su vida: las
reglas en su familia son tan estrictas que solo cabe atenerse a ellas y
considerar que es la única forma de felicidad posible, o salirse del todo de
ese exceso de pudor religioso y la ignorancia que la llevará, en un episodio
casi traumático, a preguntar a un profesor, cuando con diecisiete años aprueba
el acceso a la universidad y por primer día asiste a clases, qué significa
Holocausto. A partir de aquí se enfrenta a un larguísimo camino a Damasco. La
ruta está llena de idas y venidas, de tropiezos de acostumbrarse a que existen
otras formas de enfrentar la religión, y con ella el mundo. Parte de su decoro
debe ser cepillado. Pero está tan arraigado que le supone un esfuerzo en el que
apenas puede hacer nada. Porque dentro de ella no se mueve el deseo de querer
creer que ha pertenecido a una familia feliz.
La realidad, a la que asistimos en ocasiones con la tensión
con que se leería un thriller, como cada vez que regresa a su casa, es una.
Pero su deseo otro, y la lleva a seguir padeciendo la bota sobre la cabeza. El
sadismo de su hermano no tiene límites, ni para con ella ni para con los demás.
Manipula, y se muestra como la mano derecha de su padre. Ambos han sobrevivido
a accidentes mortales sin acudir al hospital. Las secuelas son horribles, pero
sirven para convencer de que la medicina alternativa que practica la madre es
eficaz. Y el negocio crece. Llegan a acumular grandes cantidades de dinero,
mientras ella rechaza, en la medida de lo posible, cualquier ayuda para seguir
estudiando. Descubre Europa, el Humanismo, Bob Marley, el Feminismo, otras
religiones. Consigue becas y viaja a Cambridge. Pero sigue vigente una suerte
de trastorno de estrés postraumático, cuya única cura es volver de vez en
cuando a casa de sus padres para reconciliarse con ella, con su sentido de
culpa. Para no sentirse fea. El libro es un psicoanálisis narrativo, escrito
como si lo dictara desde el diván vienés: con recuerdos en cuadros breves que
van ejerciendo efecto por acumulación. Una obra maestra. Tal vez Tara Wetover
no vuelva a escribir otro libro del que nos cueste tanto recuperarnos. O tal
vez, dado que está escrito contando ella veintinueve y treinta años, sume más
obras de este calado. Ojalá sea así. Desde luego, quisiéramos seguir leyéndola.
Pero lo que sí deseamos, por encima de todo, es que la literatura que le salga
bien a la autora sea la de escribir su propia biografía a partir de ahora. Al
parecer, lo está intentando. Que tenga suerte. De todo corazón: suerte y
fuerza, Tara.
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