En las ciudades escondidas
Natalia
Cerezo
Rata
Books
Barcelona,
2018
175
páginas
Carver.
Sí, Raymond Carver. Pero las referencias en relato son inevitables: uno es
Kafka, Carver, Bowles, Chéjov o, tristemente y con ambición, Borges. El estilo
de Natalia Cerezo es una escritura en los huesos, donde el protagonismo es el
de todo lo demás que tenga que ver con la literatura. Sigue resultando un buen
aliento el leer algo con tanta facilidad. Y a la hora de escribir, lo difícil
es hacerlo sencillo. Una vez agradecidos, nos adentramos en un mundo más
variado que el del autor americano. A Carver le podríamos calificar, con
maldad, como un autor provinciano: solo habla de sus vecinos. Cerezo lleva
alguno de sus cuentos más allá de ciertas fronteras. Es doblemente universal:
en primer lugar, porque su estilo y sus personajes existen, son, están aquí o,
en segundo lugar, porque también están allí, en otro país, en otra cultura,
donde decir hola y adiós a los demás es también algo frecuente, cotidiano,
expuesto a un punto de vista capaz de sacarle punta al gesto cotidiano. La suma
de relatos es una Babel en la que reconocemos un centro, el mismo en el que,
creemos, vive la autora.
Aunque
no es solo el estilo lo que nos remite a Carver. Las historias que no tienen
final, cercenadas, abiertas, o ese narrador que sabe que la gente tiene
secretos, que conoce todo sobre sus personajes, pero que no expone los
cadáveres que han enterrado en el jardín. Sorprende la ausencia de ancianos. La
mayoría de los relatos nos hablan de gente en construcción, adolescentes,
jóvenes, padres que estrenan paternidad o que estrenan hijos adolescentes.
Gente con futuro y que ya puede lamentar un pasado, una infancia, a la que es
imposible retornar. A la hora de la verdad, no somos dueños de nuestro destino.
Por mucho que nos empeñemos, no volverán aquellos buenos tiempos. Verse
obligado a construir uno nuevo, nuevo y bueno, es una proeza que afrontan los
personajes de Natalia Cerezo.
Frecuentaremos
veranos prometedores, formas humildes de contacto con la naturaleza, con el
cámping, con la playa, con el bosque, y está la ciudad desdibujada, borrosa,
como si la autora nos marcara sus filias y fobias. Así nos habla del primer
brote de adolescencia, de la ausencia de una madre que decide desaparecer en el
mar, de los vecinos que adoptan, aunque sea momentáneamente, a los niños
huérfanos. Menciona reencuentros de antiguos novios o intenciones de
ennoviarse, en unos personajes torpes para manejar la situación y que por ello
hacen del momento un lugar aburrido. Habla de la familia que te anula como ser,
como individuo, como autónomo, que te transforma en el padre de o en el hijo
de. Y todo en territorios de cambios, en la problemática de crecer, algo que
ninguno deseamos. De ahí que la entrada en la vida de otro, o la despedida de
alguien, no sepamos si será efímera o permanente. De ahí que merezca la pena
hablar sobre ellos y dibujar un conjunto realista, de vidas sin cuajar, en la
que uno no puede fiarse de las emociones pues, como los niños, son vaivenes,
nueces en la tormenta del mar. Pero en esa alma no entra Natalia Cerezo. Ese
paso lo deja para que lo intuya el lector. Se trata, pues, de relatos que
cambiarán en la medida en que cambie el humor con el que los leemos.
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