Los últimos niños en el bosque
Richard
Louv
Traducción
de Begoña Valle
Capitán
Swing
Madrid,
2018
430
páginas
Un
niño esquimal de ocho, tal vez de seis años, es autónomo en su entorno. Sabe
reconocer el hielo, sabe cómo sobrevivir en caso de tormenta y de hambre,
conoce los peligros y los evita antes de que suceda. Un niño de la selva
amazónica reconoce las plantas e insectos que son comestibles y los que son
venenosos, caza pequeños animales, se orienta en el laberinto vegetal a la
perfección. Una niña de seis años de una población africana, pasea por las
calles con su hermano pequeño a cuestas. Conoce a todos los vecinos y a la
extensa familia, conoce quién le facilitará pan o leche y lee su entorno a la
perfección. Pero un niño de las ciudades occidentales, no puede salir solo de
casa hasta haber cumplido doce años. Tal vez más en caso de tratarse de una
niña. Algo no funciona en lo que conocemos como mundo civilizado, de algo les
hemos privado a nuestros hijos. De algo que debería ser natural. Y en primer
lugar, ese algo natural es la naturaleza, que es, al fin y al cabo, la
sustancia de la que estamos hechos. Reconocernos en ella es una forma de sanar,
una terapia que acabaría con buena parte del negocio de la industria
farmacéutica. De eso es de lo que habla Richard Louv (Nueva York, 1949) en este
ensayo.
La
primera mitad del mismo es denuncia. Comenzando por esa extraña privación del
juego en el exterior, algo que no es bienvenido, un fenómeno bastante reciente
y que no solo viene provocado por el fracaso de la forma de civilización que es
la ciudad, sino también por los miedos de los padres. El miedo, dicho sea de
paso, es una emoción que provoca aquello que pretende evitar. En este caso, lo
que se intenta imponer es lo que se conoce como orden. Lo dijo Eduardo Galeano:
nada hay más ordenado que un cementerio. Así nos expone que la ciudad se ha
convertido en una suerte de cementerio para el crecimiento de los niños. Todo
lo que tiene que ver con su educación, desde la familiar a la institucional, se
rige por el orden y el miedo. El orden de los exámenes, a los que se somete a
los niños de siete años en Estados Unidos, que es el país que le sirve de
ejemplo, su país, creándoles tensiones innecesarias, y el orden de la enseñanza
universitaria, centrado en la microinvestigación biológica, para crear
patentes. En ambos lugares se ha arrojado al olvido la Historia Natural. Y los
padres no permiten que sus hijos se alejen de las casas donde viven, y mucho
menos les llevan los fines de semana a la naturaleza, ocupados como están de
poner en orden la casa, pues durante la semana apenas han disfrutado de un
minuto de ocio.
Louv
habla de una ecofobia que se ha interpuesto en nuestro camino casi sin darnos
cuenta. Frente a ella, aboga por la ecopsicología como nuevo humanismo, por lo
que llama el ejercicio verde, la meditación que supone el encuentro con lo
natural, porque Nueva York es un estado de ánimo como mito, pero los bosques lo
son siempre, lo son como realidad. Esta inmersión debería adoptar una forma no
organizada, dado que, excepto en el desierto de Sonora, los parques nacionales
norteamericanos se han convertido casi en parques temáticos, son lugares donde
cualquier oso o búfalo está anillado y sus movimientos se siguen por GPS. De
ahí que proponga otras formas de escuchar la naturaleza. Su apuesta es
familiar, lo cual supone un descubrimiento para adultos y niños. En ese
sentido, debemos dejar que la curiosidad tenga las puertas abiertas, ir a la
naturaleza con la facilidad con que vamos al centro comercial, como si fuera
parte de nuestra vida. No tenerla pánico, y recordemos que pánico viene del
dios Pan, ese con las patas de cabra que se escondía entre el monte bajo para
asustar a los pastores.
Llevar
las actividades de la escuela al monte ayuda a la educación, incluso a la
educación reglada, más que los exámenes. Lo que los niños aprendan asociado a
una buena experiencia, jamás lo van a olvidar. Y los profesores no deberán
temer enfrentarse a niños problemáticos, pues según la experiencia de Louv, y
muchos de los estudios que él cita, sobre los que se cimientan sus denuncias y
propuestas, allí los niños con déficit de atención se relajan, se transforman
sin necesidad de litio. Pero también, dado el imperativo que suponen las
dificultades para abandonar la ciudad, cuando el entorno es lejano, existen
experiencias de creación de naturaleza en las urbes. Se puede integrar la
naturaleza en el diseño urbano. Como siempre en su país, existen los riesgos
legales y se afronta la necesidad de dar cobertura a quienes se atreven a
llevar a niños al bosque. Y como suele ser habitual en este tipo de ensayos, la
parte de denuncia es universal, un tsunami, en tanto que lo que se expone como
salvación son pequeñas experiencias, iniciativas casi personales. Donde ha
fallado la polis, puede salvarse el individuo. Hay un trasfondo de resignación
en el ensayo, como si supiera que la lucha está casi perdida, al menos en Estados
Unidos. Pero a quien quiera escucharle, que ojalá sean muchos, les garantiza
que las ecoterapias están a su alcance, y que sanan más que la química. Lo que
nos presenta este libro es algo más que la voz de Louv clamando en el desierto.
Es una propuesta de rediseño vital frente a la crucifixión que suponen las
pantallas led. Algo que todos intuimos, pero que muy pocos nos atrevemos a
poner en marcha. Louv pide que seamos valientes una sola vez, aunque sea lo
último que hagamos en la vida.
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