Una vez más para Tucídides
Peter
Handke
Traducción
de Cecilia Dreymüller
Tres
Mollins
Barcelona,
2018
115
páginas
Es
imposible olvidar, una vez leído, el verso de Borges que dice, con una
sencillez y humildad extraña en alguien acostumbrado a sorprendernos con
adverbios, que el mundo es unas cuantas
tiernas imprecisiones. Peter Handke (Austria, 1942) nos tiene acostumbrados
a la precisión. Es difícil que Handke se equivoque a la hora de escribir, de
elegir adjetivos, por ejemplo, o de fabricar frases con múltiples
interpretaciones. Sus obras, sin embargo, poseen un extrañamiento en el que el
realismo resulta más sorprendente que el sueño. Pensamos que estamos leyendo
una fantasía, cuando se trata de certezas. En cierta medida, es como si hubiera
dado la vuelta a la técnica narrativa de Kafka. No nos intenta sorprender con
adverbios ni con usos gramaticales ingeniosos. Handke, como Kafka, reinventa la
literatura sin alardes. Pero al contrario que el genio checo, nos descubre la
realidad sin fallos, lo cual es ya bastante sorprendente. Para quien desconozca
la obra de Handke, ahora Tres Molins recupera este pequeño libro en una
preciosa edición y traducido con mimo. Se trata del reflejo de instantes
narrados con una memoria de lo inmediato. El lenguaje, sencillo, es poético. La
mirada se atiene a la ley de que todo el universo cabe en un átomo. Serían meditaciones,
si la meditación permite prestar atención a los sentidos y no revocarlos para
centrarse en el instante.
El
libro comienza con una balada de los insectos, cuya belleza la compone la danza
del grupo y no la entomología. Los insectos pueblan el universo humano y
provocan que se despierten los sentidos dormidos para atender a los detalles.
Ese será el viaje, pues de un libro de viajes se trata dado que cada pieza está
compuesta en un lugar diferente del mundo, que nos proponga: del espacio
sideral a lo minúsculo y de lo minúsculo al cielo poblado de estrellas. En lo
que atañe a la figura humana, que de vez en cuando navega por el texto, Handke
nos advierte sobre su temporal en involuntaria “mirada de medusa o de
tirachinas: un desnudo que desnuda a otros; debo quitarme o desaprender esta
irada de una vez por todas, debo quitármela respirando”. No se puede ser más
sereno en la autocrítica y la confesión. Una relación entre la mirada y el
aliento es una descripción de la naturaleza del alma.
A
partir de aquí descubriremos el valor que da al trabajo humilde de un
limpiabotas, o al resultado de su trabajo. Porque nos habla de situaciones, de
momentos, sabiendo que tendemos a hacer de la vida un relato, cuando a la hora
de la verdad la vida no funciona así. La vida es una sucesión no de secuencias,
sino de escenarios, el del puerto donde se descargan barcos o el de la azotea
del cuerpo humano donde nos delatamos por el gorro o el atuendo con que
adornamos la cabeza. El cruzar
el instante, cada escena, es una epopeya. De ahí viene la admiración por
Tucídides y, como el historiador griego, el lirismo con que trata de describir.
La epopeya implica, sea en grandes guerras o en pequeños fragmentos, salir del
instante algo mejor de lo que uno era previamente. En ese sentido, este es un
libro contra el miedo, pues el miedo es algo que uno siente rasgo a rasgo,
segundo a segundo. Y los segundos sobre los que nos habla no se ven afectados
por el miedo, que es la emoción que mueve al mundo. En cualquier caso, se trata
de metamorfosis, pequeñas, pero valientes. Nadie es valiente si se empeña en
seguir siendo el mismo.
Hemos
hablado de la mirada y del aliento, dos expresiones del alma, pero también está
el agua y las formas del agua, presente como nieve en Japón o arroyo en Pirineos,
como lluvia o como gota, como mar contra granito en Galicia o como burbuja.
Handke, a quien se le atribuye cierta misantropía, nos descubre que es falsa
esa idea, que, en realidad, resuelve las dudas del existencialismo en los
cuadros fugaces que observa, escucha, siente. Que el alma es algo que nos
descubrimos de vez en cuando, como las formas del agua o de la luz, pues la
fascinación por las luciérnagas, otra vez los insectos, también se hace poesía.
Esa luz, que es por otra parte un reflejo de la mejor mirada, fascina en
momentos clave. Ahí está el cambio del día en noche, ese vuelo del primer
murciélago que corta el cielo, un intervalo perseguido.
El
libro terminará con la mirada sobre vías del tren, que simbolizan el viaje pero
están inmóviles, antes de dar paso a un itinerario a pie hacia el monte Saint Victoire,
la línea que pintó Cezanne, el paisaje de un artista, un trayecto durante el
que descubrimos algo que podríamos llamar las cenizas de una memoria que no es
la nuestra. Handke, como siempre y dándole el visto bueno al tópico, se muestra
lúcido, lírico, espontáneo y reflexivo a un tiempo. Es capaz de escribir, sin
recurrir a una metáfora tras otra, aquellas impresiones que cualquier animal
sensible acierta a tener frente a los momentos que nos hacen ser una crisálida
fugaz, de apenas unos segundos.
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