La llamada
Leila Guerriero
Anagrama
Enero, 2024
430 páginas
La quijada de asno que
utilizó Caín para acabar con la vida de su hermano no se halla enterrada en
ningún lugar arqueológico, sino que se encuentra sobre la tierra, apenas
recubierta de una pátina de polvo. En realidad, ese asesinato ha ocurrido hace
muy poco. No hay que excavar muy hondo para llegar hasta las pistas que nos
hablan del crimen. De hecho, puede bastar la propia memoria, sin recurrir a la
que nos prestan los viejos testimonios encerrados en los libros, para
certificar el homicidio. No es necesario revisar la época en la que nos
parecíamos a los chimpancés para hablar del odio entre hermanos, ni referirnos
a los restos de alguien tan querido por todos como fue Antonio Machado,
enterrados en Colliure, para dar fe de lo que supuso esta violencia. Nuestros
muertos nos acompañan, como nos acompañan nuestras derrotas. «Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que
la ruidosa victoria no merece», sostenía
Borges, en una frase que se cita en algún momento de esta obra, La llamada.
Es parte de una selección de citas que Leila Guerriero (Argentina, 1967) extrae
de los cuadernos juveniles de Silvia Labayru, la mujer retratada a lo largo de más
de cuatrocientas páginas.
A la cita de Borges le acompañan versos de
Neruda, de Juan Gelman, o aforismos como este de Machado: «En caso de vida o
muerte se debe estar siempre con el más prójimo». Estas citas deberían haber
servido para que una muchacha de poco más de veinte años aprendiera a
reconciliarse con la vida tras su paso por un centro de tortura, en la etapa en
que Argentina sufrió una dictadura militar. Uno acude a la lectura de este
largo perfil pensando que se va a encontrar con una nueva explicación de la segunda
parte de la década de los setenta, y principios de los ochenta, y se encuentra
con un texto llenísimo de preguntas. Guerriero se propone hablar acerca de una
persona, hija de militar, montonera por elección, violada en prisión
reiteradamente, apartada de su hija, exiliada en España y marginada por
sospechas de la comunidad en el exilio de colaboracionista, pero sobre lo que
versa la obra es acerca de la sensación de que una persona no se termina nunca.
Cualquiera de nosotros puede ser un océano, que es imposible terminar de
conocer, y durante la estancia junto a él no cesan de surgir preguntas. Decimos
preguntas, porque hay muchas ganas de profundizar en la esencia de lo que sea
que nos hace humanos, y no dudas, porque no se trata de dilucidar nada. A la
hora de la verdad, lo que nos vincula a los demás es esencialmente reconocer en
ellos un sustrato de humanidad. Pero ¿cómo definir en qué consisten los rasgos
de humanidad? Guerriero no se plantea responder, pero sí nos deja deducir que
debería encontrarse en el polo opuesto de crímenes como la violación o el
linchamiento. ¿Cómo medir el efecto de la humanidad? Damos por supuesto que eso
también sería imposible, pues podremos conocer el número de personas que han
sido violadas o ajusticiadas, pero no a cuántas han salvado las caricias.
Serán las caricias, que Silvia Labayru encuentra
en los brazos de un antiguo amor, el amor que ha sobrevivido al tiempo,
redescubierto con más de sesenta años, las que tengan efecto salvífico. A lo
que cabe añadir la amistad, que se expresa tanto por boca de la protagonista
como a través de los testimonios de quienes la han conocido. Mientras tanto,
vamos conociendo la imposibilidad de la victoria, de tener una existencia maravillosa,
porque vivir puede ser una barbaridad. De ahí esa constante, que va saltando de
vez en vez a las páginas del libro, de asistir a gente que se agarra a clavos
ardiendo para evitar caer en los precipicios. Uno puede figurarse un futuro y
sembrar considerando que así la cosecha será positiva, pero, a la hora de la
verdad, sólo cabe resolver el día actual. Ahí delante no hay nada.
Este perfil, largo, como ya hiciera en Opus
Gelber, nos lleva a múltiples consideraciones acerca de la necesidad de
relatar la vida de los demás. La primera sería desde dónde exponerla. No cabe
ocultar la voz del cronista. Guerriero lo sabe y cuando no le queda más remedio
que hacerse presente, la oímos hablar como si se estuviera disculpando, de ese
carácter es su discreción: «No hay manera —yo no la encuentro— de pedirle
detalles sobre eso», dice, tras comentar que un militar y su mujer la violaron.
«Hay en la imagen algo estremecedor y delicado», define así una fotografía de
ella con su hija. O esta cita más extensa: «Entonces, a lo largo de cierto
tiempo, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que
tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de
pasar porque pasaron esas cosas. Al terminar, al irme, me pregunto cómo queda
ella cuando el ruido de la conversación se acaba. Siempre me respondo lo mismo:
“Está con el gato, pronto llegará Hugo”. Cada vez que vuelvo a encontrarla no
parece desolada sino repleta de determinación: “Voy a hacer esto, y lo voy a
hacer contigo”. Jamás le pregunto por qué».
La segunda consideración de la que queremos
dar cuenta tiene que ver con el nerviosismo. Guerriero elige una fragmentación
intencionada, como si nos indicara que un retrato no puede tener la continuidad
de un guion cinematográfico, la redondez de una novela breve. Ese nerviosismo
consigue implicar al lector. Vamos sacrificando lo que podría haber sido una
biografía escrita con el pulso de una novela, para irnos presentando un puzle
que debemos completar, de salto en salto, en una estrategia que no nos permite
relajación. No habrá nada semejante a implicaciones emocionales transgresoras,
a pesar de que la biografía de Silvia pudiera dar lugar a ello, por lo que
confiamos en ese estilo, depurado y vibrante, para mantenernos atentos.
La siguiente consideración que se nos ocurre
para por la necesidad de terapia, de confesión, de crónica, de relato. Silvia
se formará como psicoterapeuta, aunque jamás llegue a ejercer, y su pareja de
madurez lo hará con un corte lacaniano. La pretensión y el éxito de las
técnicas de psicoterapia podrían consistir en que al resultar imposible
reconciliarse con el pasado, al menos sí podremos hacerlo con el relato del
pasado. Ese relato que Silvia parece no querer ocultar y ha repetido en varias
ocasiones: «Al leer sus testimonios ante la justicia —articulado, altivos,
irónicos, inteligentes, seguros, enfocados, construidos con un léxico que
proviene de una vida entera de lecturas que incluyen la ficción, la poesía, el psicoanálisis,
el ensayo—, compruebo —con resquemor— que me dice lo mismo, y de la misma
forma, que ha dicho antes a fiscales, abogados y jueces». Pero todos sabemos
que los hombres de leyes no son los mejores psicoanalistas. Lo que parece
necesitas Silvia, y por extensión Leila, es un lector. Y todo parece programado
para que la obra la lean ciertos lectores. No es frecuente escribir para el
lector en abstracto, pero sí escribir pensando que esta parte, o esta otra, te
gustaría que la leyera tal o cual persona.
Esto nos lleva a pensar en que el perfil
resultante, por su extensión, es una obra que podría ser una biografía, se
caracteriza por la consciencia de estar participando de ella de los personajes.
Quienes dan la información para construirla son autores, tal vez a su pesar,
tal vez por su gracia, a través de quien lleva la batuta de la reconstrucción,
que es Leila Guerriero. Así se consigue imprimir mucha vitalidad al texto, que
da la sensación de estar vivo en un grado que muy pocas veces habíamos leído, independientemente
del género de la obra. Un año y siete meses de entrevistas tienen como objetivo
una implicación emocional de la que podemos deducir una enseñanza muy básica:
lo que importa es ser piadoso, benigno, bueno. «Todo está lleno de luz y de
tiempo», dice Leila.
«Uno de los grandes méritos de Silvina es
haberse construido a lo largo de estos años el personaje que hoy tiene y la
persona que es», sostiene la autora. El personaje se tiene, la persona se es:
nosotros leemos pensando que nos hablan sobre personajes, como si nos enfrentáramos
a una novela, pero conviene recordar, de vez en cuando, que no es ficción. De hecho,
lo que importa de la ficción es la verdad, que es lo que se pelea y se
construye, algo también muy presente en este ejercicio de realidad que, por otra
parte, huye de los púlpitos donde consideramos que se ve reflejada la realidad
en el mundo contemporáneo: los parlamentos, los bares, los medios de
comunicación. Lo que podemos conocer será parcial, y esta parcialidad es la que
generará inquietud, que es lo que necesitamos para intentar seguir conociendo. Todo
esto subyace en este texto en el que no termina de haber héroes o traidores,
como podríamos esperar en una delación o una película de aventuras, relatos que
brotan del crimen. Este perfil nos lleva a cuestionarnos la interpretación, o
las interpretaciones, intentado evitar cualquier posible toma de partido, excepto
por la que posiblemente sea la única causa por la que merece la pena seguir respirando
mientras caminamos, que es la amistad, que va generándose entre la cronista y
la retratada. Esta obra, como la mayor parte de la producción de Leila Guerriero,
versa sobre la condición humana, colocándonos a todos sobre la superficie de la
tierra, condicionados por la única ley universal, que es la ley de la gravedad.
Fuente: FronteraD
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