Racionalidad
Steven Pinker
Traducción de Pablo
Hermida Lazcano
Paidós
Barcelona, 2021
535 páginas
A Steven Pinker (Montreal, 1954) le encantaría aquella historia que contaba Stendhal:
Un hombre regresa
antes de lo previsto a su hogar y se encuentra a su mujer en la cama, haciendo
el amor con otro hombre; la mujer empieza su respuesta con el consabido “no es
lo que parece” y comienza un diálogo en el que a medida que transcurren los
minutos ella va olvidando el susto para ser presa del furor; tras varios
minutos, termina por gritar al marido: “Crees más a lo que ves que a lo que yo
te digo. No te lo perdonaré jamás”. La historia lleva al límite la
irracionalidad convertida en un argumento racional. Se trata de un ejemplo de
disonancia cognitiva y sus resultados: cuando dos ideas entran en conflicto y
sabemos que hemos ejecutado la peor, tenemos que encontrar un razonamiento que
nos ampare, que nos permita seguir respirando por mucho mal que hayamos hecho.
De hecho, son los prejuicios, algo que uno se siente tentado a llamar emociones
preconcebidas antes que ideas preconcebidas, los que imponen el sentido
irracional sobre el que versa este maravilloso ensayo. En realidad, lo que se
esconde detrás de la persistencia de algo que cualquiera que no tengamos el
estilo de Pinker llamaría estupidez, es la idea de secta; necesitamos que nadie
nos mueva los pilares de lo que creemos que tanto nos ha costado pensar, de lo
que creemos que es nuestro humus, para sentirnos seguros: en caso contrario,
nos veríamos como desamparados, como parias, nos sentiríamos exiliados de un
reino que sólo se ha creado en nuestra imaginación. Pero cuando todo lo demás
falla, la imaginación seguirá acompañándonos. Así pues, le debemos la mayor de
las obediencias.
Estos prejuicios
sostienen el deseo de los individuos de salirse con la suya o de actuar como
sabelotodo, imponiéndose al deseo de aprender que, deberíamos aceptar, muchas
veces para por intentar comprender los argumentos del otro: “nuestra capacidad
de razonamiento está orientada por nuestros motivos y limitada por nuestros puntos
de vista. (…) Así pues, la imparcialidad es también el núcleo de la
racionalidad: una reconciliación de nuestras ideas sesgadas e incompletas con
una comprensión de la realidad que trascienda a cualquier de nosotros. Por
tanto, la racionalidad no es solo una virtud cognitiva, sino también moral”. Es
fácil suponer, dado el argumento y mirando a nuestro alrededor, que esta
parcialidad que mostramos está sesgada por varios criterios -de edad, de
religión, de clase social-, pero que el que se impone es el sesgo de pensamiento
político de izquierdas o de derechas -o de izquierda parlamentaria y derecha
parlamentaria- hasta el punto de mostrarse totalmente excluyentes. Ese riesgo
hacia lo irracional es la conclusión sobre la que trabaja Pinker.
Previamente, nos ha
desmenuzado el concepto de racionalidad en un ensayo que es tan divulgativo
como científico. Cada apartado de lo que podría componer la tesis de racionalidad
viene justificado con una definición cabal, basada en experiencias de
psicología cognitiva que rozan la filosofía, la sociología o psicosociología, y
la medicina. Nos habla de qué entiende por lógica, correlación y causalidad,
los razonamientos bayesianos, la probabilidad y la aleatoriedad, los ruidos y
las señales, etc. Todo en función de una especie cuyo uso de la racionalidad
parece tener un fin claro: “Tantos de nuestros razonamientos parecen hechos a
medida para vencer en las discusiones que algunos científicos cognitivos, como
Hugo Mercier y Dan Sperver, creen que tal es la función adaptativa del
razonamiento. No hemos evolucionado como científicos intuitivos, sino como intuitivos
abogados”.
Y aquí tropezamos con
otro de los conceptos claves que esconde el ensayo: la intuición. Y su papel en
la racionalidad, que tiene que ver con algo que uno se atrevería a llamar el
pensamiento contraintuitivo. De hecho, una de las funciones de la racionalidad,
a juicio de Pinker, es desconcertar a esta intuición con una suerte de nuevo
pensamiento científico cuyo fin sea determinar la verdad. En medio de este
proceso, que exige un esfuerzo casi de algoritmo, está la merma de la
confianza, que es lo que nos lleva al conflicto. Estamos, de nuevo, hablando de
los prejuicios y de las ideas que jamás se nos hubieran ocurrido, porque
creemos que mellan nuestros prejuicios o porque nos obligan a una defensa
propia de la disonancia cognitiva. Pero Pinker no desfallece: “Los principios
de la psicología cognitiva sugieren que es preferible trabajar con la
racionalidad que posee la gente y mejorarla a descartar a la mayor parte de
nuestra especie como crónicamente incapacitada por las falacias y los sesgos.
Lo mismo sugieren los principios de la democracia”. En cuanto a falacias y
sesgos, Pinker demuestra su aversión por las fake news y las mentiras de
gente como Donald Trump, cuyo único objetivo es incrementar el mal, lo inmoral.
De hecho, este ensayo es, en buena medida, un resultado del efecto rebote de
toparse con esas frases repartidas por la superficie del trozo de planeta en
que habita:
“Las reglas se diseñan
para dejar de lado los sesgos que se interponen en el camino de la
racionalidad: las ilusiones cognitivas incorporadas en la naturaleza humana,
así como el fanatismo, los prejuicios, las fobias y los -ismos que
infectan a los miembros de una raza, una clase, un género, una sexualidad o una
civilización. Estas reglas incluyen los principios del pensamiento crítico y
los sistemas normativos de la lógica, de la probabilidad y del razonamiento
empírico (…). Son implementadas entre personas de carne y hueso por
instituciones sociales que evitan que los individuos impongan sus egos, sesgos
o engaños a todos los demás”, sostiene, defendiendo la función de instituciones
como la universidad, que es la fuente de la que extrae la mayor parte de la
solidez con la que justifica sus argumentos. Si alguien sabe expresar qué necesitamos,
en un mundo en el que llueven ladrillos de canto, es Steven Pinker.
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