El sendero de la sal
Raynor Winn
Traducción de Lucía
Barahona
Capitán Swing
Madrid, 2021
312 páginas
El sendero de la sal
parte de dos formas de cura: caminar y el agua salada. En lugar de lamerse las
heridas, los protagonistas deciden practicar el arte de embarcarse en un sueño.
Sin preparación, sin dotación adecuada y hasta sin salud, inician un itinerario
que les entrega al vagabundeo. Y en estos tiempos, es posible que no exista
ningún viajero real que no sea un vagabundo. Comparados con él, el resto practicamos
unas formas más o menos sofisticadas de turismo. En cuanto al agua salada,
recordamos la famosa sentencia de Isak Dinesen: “Todo mal se cura con agua
salada: con el sudor, con las lágrimas, con el mar”. Winn y su marido optan,
también, por la naturaleza como lenitivo. El sendero entra bordea una costa en
la que es complicado construir y que se ha convertido en un destino turístico
para mochileros, pero que no termina de ser pura naturaleza, como no lo es casi
nada en unos territorios demasiado colonizados por la civilización. En ese
sentido, vemos cómo se trata a la naturaleza más como si se tratara de un parque
urbano que como si se tratara de un Parque Nacional. Aunque no será la
naturaleza la gran protagonista. Ahí están los encuentros con personas, con los
que odian y los que aman, con los afables y los ariscos, con los compasivos y
los rencorosos, que saltan constantemente a primer plano. Winn explora, así, el
alma humana, que en esencia se define por la relación con los demás.
Este renacer que nos
entrega Winn es más un itinerario que una muestra de Nature Writting. Si
bien lo que importa es el renacer. Y nacer duele. Winn nos lo explica en una
escala muy humana, con un lenguaje y una estructura sencillísima en el que nos
da cuenta de lo que supone ser un sin techo. El libro, pues, es del tamaño del
hombre y no del tamaño de lo que debería saber el hombre. Parte de una abdicación
salvaje -renuncia forzosa al pasado, a las posesiones, a las raíces-, para invitarnos
a acompañarles en el extremo donde se acaban los mundos:
“Removí el té mientras me asaltaba la extraña toma de conciencia de que yo no tenía un trabajo por el que preocuparme, ningún problema doméstico que resolver. Es más, no tenía ningún problema. Más allá de no tener un hogar y de que Moth se estuviera muriendo”.
Pierden raíces y encuentran
alas. La libertad que comienzan a inventarse, e inventarse aquí es sinónimo de
conocimiento, les viene por efecto rebote. En realidad, todos vivimos a base de
sobreponernos, aunque tal y como lo padece y expone Winn se convierte en
literatura universal: “pero en aquella playa vimos tan claro como el agua
salada que fluía sobre el negro de Bideford que la civilización existe solo
para aquellos que pueden permitirse habitarla y que sin un techo y nada en los
bolsillos es posible sentir que estás aislado en u lugar remoto en cualquier
parte”. El viaje, una vez más, será transformación, será la crisálida. Dos personas
de cincuenta años caminando con mochilas de diez kilos pueden antojarse como
dos mochileros viejos, que es lo que les sucede a la mayoría de las personas con
las que se cruzan -y cruzarse es lo opuesto a convivir-; pero la expresión no
es un oxímoron. Ser mochilero, o sentirse mochilero, no tiene edad. El resto,
son lugares comunes. Aunque ni siquiera en algo así Winn muestra un atisbo de mal
sentimiento, ni un gramo de cinismo ni nada por el estilo. Porque la verdadera
renuncia a la autocompasión, supone una cordialidad constante. Ese es el tono sobre
el que se sostiene este libro de viajes, que, sin duda, será uno de los mejores
textos que leeremos este año.
Fuente: Revista de letras
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