Lo que quiero decir
Joan Didion
Traducción de Javier
Calvo
Random House
Barcelona, 2021
125 páginas
“En muchos sentidos, escribir es el acto de decir yo, de imponerse a otra gente, de decir «Escúchame, ve las cosas como yo, cambia de opinión»”.
Asegura Joan Didion (Sacramento, 1934), en un
artículo publicado en 1976 cuyo tema era por qué escribo. A la pregunta, se ha
respondido con demasiada frecuencia con una premisa tramposa: para qué escribo.
Para que me quieran más mis amigos, dictó Gabriel García Márquez, por ejemplo.
Para que las opiniones propias se escuchen con tanta fuerza que así sean
irrebatibles, nos indica Didion. Como si al reflejarlas por escrito, y conseguir
publicarlas, se les diera un marchamo de veracidad del que carecerían en una
conversación. Escribir convierte a uno en un intelectual y, por tanto, su
parecer merece otro respeto. Didion puede tener muchos defectos, pero no el de
la falta de autocrítica ni el de la visión sesgada. Así, más adelante, en el
mismo artículo, comenta:
“Ya no me acuerdo de si Milton puso el sol o la tierra en el centro de su universo en El paraíso perdido, una cuestión que fue centra durante por lo menos un siglo, y un tema sobre el que aquel verano escribí diez mil palabras, pero todavía me acuerdo del grado exacto de ranciedad de la mantequilla del vagón comedor del City of San Francisco, y de cómo las ventanas tintadas del autobús de la Greyhound proyectaban una luz grisácea y extrañamente siniestra sobre las refinerías de petróleo de las inmediaciones del estrecho de Carquinez”.
Nada de arrogancia, nada de presunción. Lo que
aprendemos, lo que se queda con nosotros, está en el ámbito de las sensaciones,
que son experiencias en la que no existen privilegios, que es un mundo que nos
iguala.
Este espíritu, que es personal y trasciende a
cualquiera, recorre los artículos recogidos en Lo que quiero decir,
escritos entre los años 1968 y 2000. Se reúnen algunos textos de carácter
personal, como este que se refiere a la tentación de escribir y a la forma que
va tomando la creatividad durante el acto de escribir, que se transforma en una
suerte de conjuro. Y también algunos perfiles, como el que brota tras una
somera visita a Nancy Reagan siendo la mujer del gobernador de California, o la
elogiosa entrega a la literatura de Hemingway, maestro de Didion en el uso del
lenguaje y el respeto por la expresividad. Didion nos habla de un periodismo de
manos sucias, inocentes, sí, pero sucias, de adiciones al juego o la lectura, o
de la manierista mansión de William Randolph Hearst. Nos recuerda el punto de
inflexión que es el paso a la universidad… o cualquiera que haya sido su
equivalente, en esos instantes en los que toca reconocer que nos hacemos
mayores y asumir alguna responsabilidad hacia la madurez. Habla sobre su formación
en revistas como Vogue, donde se vio obligada a eliminar lo accesorio y encontrar
los centros de interés, y encuentra puentes entre cualquier proceso creativo a
partir de las fotografías de Mapplethorpe. Cuando se refiere a Hemingway deja
traslucir un debate acerca del honor, y cuando lo hace sobre Martha Stewart nos
habla de excentricidad y empoderamiento. Pero siempre, y este tal vez sea el
asunto que enhebra el libro se convierte en sinónimo admiración y la facultad
de querer. El equilibrio entre amar y sentirse cautivado es una de las grandes
lecciones que nos transmiten los artículos de Joan Didion. Y eso es mucho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario