Detendrán mi río
Virginia Mendoza
Libros del K.O.
Madrid, 2021
150 páginas
No es posible volar y permanecer en el suelo.
Suele fracasar ese empeño de la mayoría de los buenos padres,
que consiste en darles a sus hijos alas y raíces a un mismo tiempo. Y, sin
embargo, aprendemos a partir, que de no ser porque supone despedirse, no sería
un gran trastorno. No deja de ser otro acto de supervivencia, de adaptación,
como lo es el de encontrar un hueco, allí donde vayas, para echar nuevas
raíces. Aun así, seguiremos echando de menos, porque la estética de la
melancolía es parte inevitable en cualquier ser que sepa que las células del
cuerpo saben cosas que la inteligencia ignora. Esta estética de la melancolía
puede tomar la forma de tristeza, que como todo lo que se cura llorando puede
ser una terapia, o del pesimismo patológico, ese que impide crecer y nos
empujará a una caída moral, reaccionaria en el sentido en que es reaccionaria
la idea de que las cosas estaban mejor antes que ahora. Equilibrar la idea de
melancolía, conservando lo mejor del pasado e intentando que no se deteriore lo
que merece ser conservado del presente, con la de progreso, no renunciando a las
ciencias que nos han dado protección, salud, comida y techo, ha sido uno de los
principios que han regido las consecuencias sociales de las revueltas
juveniles, desde mayo del 66 al 15.M. Sirva como ejemplo la protección
ambiental o la lucha contra cualquier forma de etnocidio, tanto de sangre como
económico.
En esta línea ética es
como puede leerse esta crónica de Virginia Mendoza (Valdepeñas, 1987), en la
que recrea los últimos días de un pueblo que se sumergirá bajo las aguas en uno
de esos proyectos faraónicos que inauguró Franco. Se nos decía que se trataba
de otra forma de avance, de un futuro mejor, de dejar atrás ese país de cesantes
y mendigos galdosianos mientras se reivindicaban Los episodios nacionales
en las escuelas. Pero no existe otro país que no sea el de la suma de almas y
al hablar de una de ellas estaremos hablando de la posibilidad de ampliar el
conocimiento a todas. Así es como ha funcionado la parte de condición humana
que se representa en las novelas, y esta crónica, Detendrán mi río, se
lee, por esa misma razón, como una novela durante tres cuartas partes de la
obra. Nos importa la suerte de Mercedes, la anciana a la que Virginia Mendoza
entrevista y a cuya vida asistimos, como nos importaría la de cualquiera de
nuestros amigos. Hay un tono de lamento en la crónica, pues nos habla de la
imposibilidad del retorno y las alas como una imposición: nos habla de
emigrantes y del tema esencial de la inmigración, que es la imposibilidad de volver
a tener una patria, en el sentido en que sentimos el concepto de patria en la
infancia: el lugar donde fuimos felices jugando.
Se lamenta, sí, la
desaparición de Caspe bajo las aguas del Ebro. Pero no se lamenta con rabia,
porque el estilo directo de la crónica nos ayuda a sentir que lo que fue bueno
puede seguir siéndolo en la memoria, al tiempo que nos permite reconocer otras
cosas buenas en el presente. De ese calado es la reflexión moral que se esconde
en este libro. Y, mientras tanto, un gran barco parte de Estados Unidos en
dirección a Europa, un buque que será torpedeado y hundido por el ejército alemán,
lo que dará pie a que Estados Unidos se implique en la Primera Guerra Mundial. Al
lado de esa conflagración, de esos millones de muertos, ¿qué supone la
desaparición de un pueblo aragonés? Pero ese es tema para un ensayo, no para
una crónica humana. Todos sabemos que la literatura nos demuestra que a partir
de la figura de un panadero honrado se puede levantar una gran nación.
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