lunes, 12 de junio de 2017

LA ISLA DE SAJALÍN

La isla de Sajalín
Antón P. Chéjov
Traducción de Víctor Gallego
Alba
Barcelona, 2005
447 páginas
30 euros


El peor sitio del mundo



Recuperamos esta reseña publicada en Culturas hace años

Uno no deja de encontrar páginas de Chéjov que antes no había leído, y no cesa de preguntarse si este hombre escribió algo que no fuera una obra maestra. Ni siquiera cuando no pretendía hacer literatura. Como en este caso, en que hasta se negó a que el libro formara parte de sus obras completas. El libro fue concebido más como un tratado científico, algo semejante a una reseña etnográfica. Chéjov deseaba rendir tributo a la ciencia, que tanto había aportado en su vida, y tal vez superar un estado semidepresivo, para lo cual concibió el proyecto de viajar a un lugar tan insólito como inhóspito. El más insólito y el más inhóspito que se le pudo ocurrir. Hasta el extremo de que esta isla está consagrada, por las autoridades rusas, al establecimiento de colonias penitenciarias, que son las que aportan la mayor parte de vida del entorno. Eso si concedemos al entendimiento el hecho de que cierto estado de degradación humana, el más bajo, pueda ser llamado vida. Y así este hombre, tan incapaz de permanecer encerrado en una habitación, se aventura en el terreno de la humillación tras documentarse exhaustivamente. La frase: “hemos dejado que millones de hombres se pudran en la prisión; hemos hecho que se pudran en vano, sin razón, bárbaramente”, pertenece a una misiva personal, y no al tono de la redacción de su ensayo. Su escritura es objetiva, neutra, erudita, matérica; de manera que nunca se empacha con recursos descriptivos viscerales. No pretende imponer una opinión sentimental, sino ofrecer un trabajo exploratorio que todo unido forma un compendio ante el que es imposible permanecer sereno. Son contadas las ocasiones en las que el ser humano demuestra que no hay más remedio que expresar su compasión, por encima de su persecución por registrar todo. Del mosaico global, del conjunto de detalles y reseñas, es del que el lector sale manchado de barro hasta las cejas, creyendo que ha acompañado a Chéjov al mismísimo infierno.
El libro se abre con un párrafo demoledor, advirtiéndonos de que jamás será posible solazarse con un paisaje. La isla, e incluso la ruta hasta ella, será parte de una prisión donde tiene lugar todo lo malo y degradante que uno puede imaginar. Es tal la variedad de recursos de Chéjov, que cuando necesita describir otro paisaje rememora no su impresión, sino la de un marinero: “A veces llevamos allí doscientos o trescientos condenados a la vez, y muchos de ellos lloran al ver el lugar”. Aunque llega a extremos de dureza insoslayable cuando trata asuntos como el alma: “para pensar que los presos rusos respetan la vida y la bolsa del prójimo sólo porque son perezosos y cobardes, hay que tener muy mala opinión de los hombres en general o no conocerlos en absoluto”. Este narrador no cesa de aprender a cada párrafo: “Cuando la vida surge y se desarrolla no según el curso normal de los acontecimientos, sino artificialmente, y su crecimiento depende menos de condiciones naturales y económicas que de las teorías y la fantasía de algunos individuos, la arbitrariedad adquiere una relevancia absoluta y se convierte en una especie de norma inevitable”. Hasta que no le queda más remedio que tomar partido: “El mar es frío y turbio, y sus altas olas grisáceas rompen en la arena y parecen exclamar: Señor, ¿por qué nos creaste?”
Él mismo describe la impresión que se le queda al lector tras bucear en este libro: “Pero pronto todo eso desapareció también y sólo quedó la oscuridad y un sentimiento terrible, como el que se tiene después de ensueño desagradable y siniestro”. Y, sin mencionarlo, Chéjov se pregunta si los propios parias no se cuestionan las razones de la vida: ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?


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